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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una prima de crecimiento sostenida para competir con la riqueza europea

El diferencial de PIB per cápita, reducido al mínimo a principios del siglo, se ha duplicado desde entonces por dos crisis sucesivas

Banco de España Madrid
Sede del Banco de España, en Madrid.PABLO MONGE

España necesita una prima de crecimiento mucho más vigorosa de la que mantiene ahora y de la que se pronostica para el medio plazo con la Unión Europea para absorber los diferenciales de renta, empleo y bienestar. Pero más apremiante es depurar las singularidades nativas que provocan contracciones mucho más intensas en la economía española que en las de los socios en las etapas recesivas, para evitar volver al punto de partida con cada crisis, como ha ocurrido hasta ahora, y que reflejan un pobre aprovechamiento de las facilidades que supuestamente proporcionaría el euro.

Llamaba la atención el Banco de España en su reciente informe anual sobre el estancamiento relativo del país respecto a su espejo europeo en renta per cápita, con muy preocupantes descensos en los dos últimos episodios críticos. Hacía a la vez una serie de exploraciones sobre las causas de tales diferenciales y de cómo podrían ser absorbidas, y se antoja preciso un intenso giro reformista para lograrlo, además de generosas dosis de paciencia y tiempo.

Básicamente imputaba las preocupantes distancias con las variables comunitarias cuarenta años después de la integración en lo que entonces era la CEE a unos niveles de empleo muy pobres y a una productividad deficiente. España solo ha convergido en niveles de empleo con Europa (población en edad de trabajar que trabaja) durante los primeros años de este siglo, con el boom de la construcción; pero ahora mantiene una participación cinco puntos inferior a la zona euro, que en caso de ser absorbida supondría tener 1,3 millones de ocupados más. Consecuencia de ello, España tiene una tasa de paro que duplica la europea, alojando precisamente allí a ese colectivo adicional de 1,3 millones de personas.

En cuanto a la productividad, recuerdan desde el servicio de estudios del Banco de España el escalofriante dato de que entre 1995 y 2019 la contribución de la productividad agregada al crecimiento del valor añadido ha sido en España negativa a razón de 0,23 puntos cada año, mientras que en Alemania ha sido positiva de 0,71 puntos cada ejercicio, y en Francia positiva de 0,52 puntos anuales. Unos déficits básicamente imputables a los limitados esfuerzos en innovación y tecnología, a la deficiente presencia en las carreras STEM de la fuerza laboral, donde la diferencia con la UE es importante, y a los niveles muy superiores de abandono escolar temprano.

Pero tan preocupante como la incapacidad de llegar a los niveles de riqueza de sus iguales, en el caso español son los súbitos retrocesos que experimenta en tales niveles en las etapas recesivas, de tal intensidad algunas veces que son más propios de una economía emergente que de una madura.

Una parte de la explicación de esta especie de tiovivo sobre el que cabalga la renta per cápita relativa está en la naturaleza de una actividad muy intensiva en servicios y en muchos casos dependientes de la demanda exterior (turismo); pero el resto hay que buscarla en la regulación de la actividad económica, en la que España mantiene todavía elementos idiosincráticos muy particulares, y que deben ser depurados pese a las resistencias lógicas de los grupos de interés que viven de ellas.

Simplificando mucho, los diferenciales de renta, de empleo y de bienestar se absorberán con un crecimiento económico diferencial, como ha ocurrido en las etapas más expansivas del pasado. España tenía un nivel de renta que escasamente superaba el 74% de la media comunitaria cuando ingresó en la Unión, pero experimentó una muy significativa absorción de tal déficit con un avance del PIB muy superior al de los socios, impulsado tanto por las transferencias financieras llegadas de Bruselas como por el fuerte tirón de las exportaciones desatado desde 1986.

España llegó a situar su nivel de producción por habitante sobre la zona euro, teniendo en cuenta la paridad de poder de compra de ambos territorios, a una distancia de solo 8,8 puntos en los primeros años de reste siglo, tras la etapa de exuberante crecimiento generada por la llegada del euro y la financiación abundante y barata que proporcionó.

Mientras algunos de los gobernantes presumían sin rigor de que estábamos en la Champions League de la economía y se embobaban torpemente con la idea de que los españoles sobrepasarían a alemanes o franceses en pocos años, la crisis financiera de 2008 devolvió a cada uno a su sitio: el nivel de PIB por habitante volvió a abrir la brecha hasta el 13% con la zona euro, y la amplió al 17% por el hundimiento del Covid y la dificultad de España para recuperar el terreno. Disponer de una economía intensiva en servicios ligados a la movilidad, y una participación en manufacturas limitada, ha imposibilitado al país alcanzar aún el nivel de PIB de 2019.

Pese a haber crecido de forma acelerada en la primera década de este siglo, en los 24 años transcurridos desde 2000, con el euro en circulación y sometidos a la disciplina de precios y tipo de cambio, el desempeño de la economía española no es espectacular respecto al de la zona euro. Ni mucho menos: solo ha avanzado siete puntos porcentuales más que la media de la Unión Monetaria desde entonces, lo que supone una prima de crecimiento de 0,29% cada año. Una proporción que se antoja muy limitada para absorber diferenciales tan abultados como los que España tenía cuando arrancó el siglo.

Las proyecciones para los años venideros no son tampoco mucho más positivas, puesto que se mueven en avances medios en torno al 2%, con algunos ejercicios por debajo, pese a contar con los impulsos de los vastos programas de inversión financiados otra vez por la Unión Europea. Pronosticar avances de la riqueza del 2% encierra un nivel de conformismo y pesimismo poco coherente con la necesidad de achicar los diferenciales, que, por otra parte, necesitan de unos esfuerzos de gasto público que solo pueden ser atendidos con la generación de recursos por parte de los contribuyentes privados.

El modelo productivo gira muy lentamente hacia el objetivo de una reindustrialización asistida por elevados estándares de digitalización, pese a poner todo el foco de la política económica en ello, y los resultados solo se apreciarán en unos cuantos años, si el empeño va acompañado de decididos estímulos a la oferta y liberalización de todas las trabas existentes.

José Antonio Vega es periodista

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