Con Casado vuelve Aznar (y Reagan y Thatcher)
El nuevo presidente del PP tiene un programa neoliberal. ¿Puede ganar así unas elecciones?
Se consumó el descalabro del rajoyismo (¿se dice así?) y la revancha del aznarismo. La primera elección de líder de la derecha con participación de las bases ha terminado en una censura de esa política de mínimos desprovista de ideología, de esa concepción del PP como un grupo de eficaces gestores insípidos e incoloros, de esa actitud contemplativa ante los problemas esperando que los demás se quemen más. Por el contrario, se reivindica el legado de Aznar: una derecha que se dice sin complejos, liberal en lo económico pero tirando a reaccionaria en lo social, que da la batalla sin cuartel a las causas del progresismo, el feminismo o el cosmopolitismo.
Apenas se ha usado la palabra rajoyismo (¿diríamos mejor rajoísmo?) porque no existe una tendencia política que se pueda llamar así. Rajoy tuvo una autoridad indiscutida mientras ocupó el poder, pero no deja huella de su ideario, y eso es lo que ha terminado con las aspiraciones de la que parecía llamada a ser su continuadora, Soraya Sáenz de Santamaría, quien eludió el cara a cara con su rival y nunca expuso un programa claro. Fue más seductor el rearme ideológico que la promesa de reconquistar el poder para los burócratas.
Es el turno de Pablo Casado, que ha hecho una campaña muy meritoria venciendo todos los obstáculos de salida (las sospechas sobre su currículum incluidas) hasta reunir los apoyos necesarios. Si cumple sus promesas recientes, ahora viene el viraje a estribor. El giro a la derecha que se dice desacomplejada. El referente vuelve a ser Aznar.
Claro que, cabe preguntarse, ¿qué Aznar se reivindica ahora? ¿El Aznar de 1996, el que se definía de “centro reformista”, el que hablaba catalán en la intimidad, el que completó las transferencias de educación y sanidad a las comunidades autónomas, el que acercó presos de ETA y autorizó la negociación con el “movimiento vasco de liberación”? ¿O el Aznar de 2000 a 2004, el que con mayoría absoluta prescindió de cualquier alianza, el que metió a España en la guerra de Irak en contra de la opinión pública y de sus tradicionales aliados europeos? ¿El que decidió sucesor desde la prepotencia de su cuaderno azul, el que luego arruinó sus posibilidades con una gestión falaz de la matanza del 11M? ¿El Aznar endiosado de la boda en El Escorial, el que formó gobiernos repletos de gente que hoy está encarcelada, condenada o imputada, el que infló la burbuja inmobiliaria? ¿El liberal que privatizaba empresas pero seguía nombrando a sus presidentes con el mando a distancia, el que promocionó a compañeros de pupitre como Villalonga o a viejos amigos y socios como Blesa?
Peor aún, ¿se está reivindicando al Aznar atrincherado en FAES como azote del sucesor al que eligió a dedo y que luego le decepcionó? ¿El Aznar que piropeaba a Rivera mientras reprochaba a Rajoy su debilidad ante el nacionalismo catalán? ¿El que renunció dolido a la presidencia del honor del PP pero ahora se quejaba de que no le invitaran al congreso?
La derecha española reniega del centrismo atribuido al equipo de Rajoy, que más bien era tecnocracia, hasta caricaturizar al expresidente como un socialdemócrata infiltrado
La derecha española tenía que elegir rumbo y ha decidido. Reniega del centrismo atribuido al equipo de Rajoy, que más bien era tecnocracia, hasta caricaturizar al expresidente como un socialdemócrata infiltrado. Está por ver que esa derechización ensanche la base del PP: desde luego sí puede movilizar a su gente de toda la vida. Pablo Casado quiere ocupar todo a la derecha del PSOE, lo que obviamente incluye a la extrema derecha. Y no se ha cortado en cortejar a los votantes de Vox (47.000, un 0,20% del sufragio en 2016), ese partido cuya mayor gesta ha sido desplegar una bandera española en Gibraltar sin lograr que se rinda la pérfida Albión.
Tras una apariencia renovadora y un discurso sin duda brillante, Casado ha lanzado mensajes preocupantes para quienes creemos en la moderación y en los valores compartidos de las democracias europeas, hoy en cuestión. Ha dicho que el Tratado de Schengen, que permite la libre circulación de los europeos, “se podrá suprimir si no hay garantías de que a España se la respete”, en respuesta a la decisión de la justicia alemana de rechazar la entrega de Puigdemont para ser juzgado por rebelión.
Ha animado a la derecha a “combatir la ideología de género”, que es como los obispos que representan el catolicismo más tradicionalista llaman a la lucha por los derechos de la mujer y los de homosexuales o transexuales. Ha defendido volver a la ley del aborto de 1985, la de supuestos que en su día rechazaba la derecha, y que quedó superada en 2010 con un modelo, la actual ley de plazos, mucho más acorde con lo habitual en Europa. Ha pedido un mayor control de la inmigración, aunque afortunadamente no ha hecho bandera de este tema como sí ha hecho la derecha de otros países. Y se ha opuesto a que se saque el cuerpo de Franco del Valle de los Caídos con el argumento de que no merece la pena gastar un euro en eso, como si el debate fuera sobre el dinero que costaría y no sobre si la memoria del dictador merecía tan aparatoso mausoleo construido por mano de obra forzada.
El Casado de estas primarias quiere competir con Ciudadanos en agarrar bien fuerte la bandera de España y marcar un perfil duro ante el procés. La apelación a la “España de los balcones” va en ese sentido, también la idea de endurecer el código penal sobre la sedición y los referendos. Y, esto ya chirría más, la propuesta de ilegalizar a los partidos independentistas. Eso, pregunto, ¿a dónde nos llevaría? ¿Estaría más cerca de qué solución? ¿Quién ganaría la batalla de la imagen en el exterior? ¿Vendría un 155 perpetuo? No vale remitirse al ejemplo de Batasuna, porque en 2002 no hablábamos de independentismo sino de tiros en la nuca. Y hay doctrina del Constitucional sobre su rehabilitación con la marca Bildu, por cierto.
En el terreno económico, Casado promete una “revolución fiscal”, una bajada agresiva de impuestos que parece difícilmente viable en una España que aún no ha salido de la vigilancia de la UE por déficit excesivo, salvo que viniera acompañada de recortes del gasto igualmente drásticos. Plantea Casado un tipo máximo de IRPF por debajo del 40%, abolir los impuestos de sucesiones, donaciones y patrimonio y, lo más atrevido, un impuesto de sociedades al 10%, con deducciones ampliadas por innovación. Esto último va en dirección contraria a lo que está haciendo el Gobierno socialista (que quiere asegurarse un tipo efectivo mínimo del 15%) y trataría de situar a España en la pugna con Irlanda, Luxemburgo u Holanda por la fiscalidad más benigna para las empresas de la UE.
Esta revolución fiscal es coherente, vamos a admitirlo, con el liberalismo al que se pone el prefijo neo, el que surgió en los años ochenta de la mano de Reagan y Thatcher, y cuya impronta se percibe aún hoy en la reforma fiscal de Trump. Casado ha incorporado a su equipo a Daniel Lacalle, conocido por sus libros y conferencias en que defiende con ardor y solvencia las tesis ultraliberales; y aquí con ultra solo quiero decir “muy”. (Breve inciso de contexto histórico: en los años de Reagan y Thatcher sí que había ultras de un falso liberalismo, aquellos muy preocupados por las libertades de mercado y nada por las políticas, así que dictaban sus recetas a dictadores como Pinochet).
En cabeza del sector más neoliberal del PP siempre estuvo Esperanza Aguirre, quien amagó con competir con Rajoy en 2012, antes de que la insoportable sucesión de escándalos de corrupción en su entorno arruinara su carrera. Ahora Aguirre ha estado con Casado (y particularmente contra Santamaría) aunque con perfil bajo, y no sale en la foto del Jai Alai.
Esa revolución fiscal de Casado y Lacalle solo sería posible con unos tijeretazos masivos al gasto que ríete tú de los recortes de 2012. Sobre esto, un apunte: Rajoy y su ministro Montoro subieron mucho los impuestos ese año, como denuncia el vídeo apócrifo contra Santamaría. Pero Rajoy también aplicó la mayor reducción del gasto público de la democracia, que afectó a cuestiones tan sensibles como la educación, la sanidad o la dependencia. Las dos terapias de choque se aplicaron a la vez en un momento crítico, con el déficit cerca del 10% y España al borde del default. Esa política catapultó a Podemos y se pagó cara en las urnas en 2016. ¿Está dispuesto Casado a defender recortes más duros que aquellos? Por ahora se limita a referirse a una reestructuración de la Administración pública, pero falta claridad sobre qué significa eso. ¿Hablamos de despedir funcionarios? ¿Cuántos, de los dedicados a qué? ¿Sin tocar el gasto social?
No sé si se pueden ganar elecciones en España con un programa tan liberal en la economía y tan conservador en lo social (lo que en los años de Bush hijo vino a llamarse neocon). Claro que siempre cabe una moderación del flamante presidente del PP a partir de ahora. Ya se sabe: las primarias se ganan convenciendo a los incondicionales, por definición los más sectarios, y las generales se disputan por al centro para llevarse a los indecisos.
En esto Casado puede seguir el ejemplo, cruel paradoja, de Pedro Sánchez. Que ganó las primarias del PSOE moviéndose por la izquierda, que recibió acusaciones de estar “podemizado”, pero que una vez instalado en La Moncloa no parece ningún extremista, e incluso ha confiado la economía a los (las) tecnócratas. Tanto Sánchez como Casado eran los candidatos menos cercanos al establishment de sus organizaciones, y ambos se llevaron lo que parecían votos de protesta contra el aparato, aunque en el caso de Casado ha resultado crucial el apoyo de Cospedal, y más aparato que ella no había nadie. En el PP a quien se ha castigado en realidad es al Gobierno de estos siete años. A La Moncloa, no a Génova.
La elección de Casado quizás beneficie a Sánchez. Tendrá un rival correoso, sí, pero lo podrá atacar con dureza como representante de la derecha retro, casposa y beata. A quien no sabemos si beneficia es a Ciudadanos, que bebía del desencanto con Rajoy. Claro que Rivera tiene una oportunidad de oro para moverse y llevarse a ese centro-derecha laico que no añora a Franco, que no tiene ningún problema con los gais ni con la ley del aborto, y que tampoco quiere desmantelar el Estado del bienestar. Esa derecha tibia a la que se quería dirigir Soraya Sáenz de Santamaría, y que tampoco estaba tan incómoda con Rajoy salvo por el tufo de los casos de corrupción.
En cualquier caso, la elección de Casado sigue el signo de los tiempos, que es la polarización. La derecha se echa al monte en EE UU con Trump o en Italia con Salvini; la izquierda se endurece en Reino Unido con Corbyn o en Francia con Mélenchon. Una polarización más inquietante a diestra que a siniestra, hemos de matizar, porque en demasiado lugares se está jugando con discursos de odio de los que han hecho derramar mucha sangre en el pasado. Macron y Merkel contienen esa marea no sin apuros, sobre todo la segunda.
No digo que Casado vaya a seguir la línea populista, no. Según para qué es muy liberal o muy conservador, pero no ha jugado las cartas trucadas de la xenofobia y la eurofobia. Quién es de verdad Casado lo sabremos en cuanto entremos en tiempo electoral, y ese momento llega en pocos meses. Entonces comprobaremos si su modelo es el Aznar conciliador de 1996 o el soberbio que arruinó su mayoría absoluta en 2004. O si quizás, quien sabe, empieza a sucumbir a la tentación pragmática y conformista del rajoyismo. (Aclarada la duda: consultada Fundeu, prefiere rajoyismo a rajoísmo, aunque ambos términos le parecen válidos para indicar una corriente ideológica que, en realidad, consistía en no moverse por ideología alguna).