El PIB, bien; la economía, no tanto
Hay dos elementos estructurales preocupantes: la persistente brecha de renta per cápita con la eurozona y el avance de la inversión, que sigue sin recuperar el nivel prepandemia
Cerrar 2023 creciendo al 2,5% cuando la eurozona lo ha hecho al 0,4%, con 783.000 ocupados más y 194.000 parados menos, es un buen resultado que, desde luego, desmiente a los catastrofistas. Sobre todo, si se mantiene el superávit exterior e irrumpe, con fuerza, como fuente de ingresos la venta al extranjero de servicios no turísticos (empresariales, de transporte y tecnológicos) que ha crecido un 60% en los últimos cinco años. Ese crecimiento del PIB hubiera sido imposible sin el récord de 85 millones de turistas extranjeros recibidos, a pesar de la subida de precios, así como sin el aumento de consumo público un 3,8%.
Pero, mirando más en detalle, tampoco vemos elementos que alimenten a los triunfalistas: por razones coyunturales, estructurales y estratégicas. Me explico. El año pasado crecimos la mitad que el anterior. Estamos inmersos en una desaceleración generalizada (la eurozona se desploma desde el 3,5% del año anterior) como consecuencia de factores externos: crisis geopolíticas y subida de tipos de interés. Eso se refleja en la menor contribución del consumo privado y, sobre todo, en el preocupante parón de la inversión, iniciado a finales de 2022 con la subida de tipos. Más llamativa resulta la caída en la inversión extranjera, tras superar récords en años pasados.
Las mejores perspectivas para 2024 nos sitúan en un crecimiento del 2% que, volviendo a estar bien dadas las circunstancias globales, continuará con la senda descendente. Aunque la inflación se ha moderado en 2023, bajando casi tres puntos, sus efectos se siguen arrastrando en forma de no recuperación del poder adquisitivo de los salarios, lo que abre la brecha social con efectos muy evidentes, por ejemplo, al no haber recuperado el consumo de las familias previo a la pandemia o en la mayor tasa de pobreza infantil que el Gobierno quiere erradicar, por fin, mediante un pacto de Estado y una prestación universal.
Los elementos estructurales que deben preocuparnos son, básicamente, dos: la persistente brecha de renta per cápita con la eurozona y el preocupante avance de la inversión, que sigue sin recuperar el nivel prepandemia. Nuestra renta per cápita, como indicador potencial de bienestar que debe ser complementado por la efectividad de las políticas redistributivas, muy baja en España (el índice Gini de desigualdad es mejor antes, que después de las transferencias), continúa mejorando, a pesar del apreciable incremento de población. Los 30.320 euros de 2023 están muy lejos de los 26.500 de 2019: los defensores del permanente hundimiento patrio, no tienen respaldo en la realidad. A pesar de ello, nuestra renta per cápita sigue siendo un 11% inferior a la europea, medidas por paridad de poder adquisitivo, sin que hayamos sido capaces, en los últimos muchos años, de recortar dicha brecha. La principal causa es conocida, aunque nadie parezca hacer nada para evitarlo: menor productividad, como consecuencia conjunta de tres factores: empresas más pequeñas con más trabajadores en precario, gran desajuste entre formación requerida en mercado de trabajo y proporcionada por el sistema educativo y menor inversión en I+D+i, hasta el punto de que la Comisión ha urgido al Gobierno español a que impuse la inversión empresarial en innovación, lastrada por el burocrático control tributario a las deducciones.
La formación bruta de capital, por su parte, no ha recuperado las cifras previas a la pandemia, con un importante desfase respecto a la UE, que ha superado ya dichos niveles. En los últimos años, desde el desplome de la inversión inmobiliaria (crisis de 2008), ha crecido la inversión en maquinaria (menos que en la UE), manufacturas y los servicios privados, incluyendo activos inmateriales (patentes, marcas, derechos de autor…). Esa diversificación es positiva, aunque resulta demasiado tímida en comparación con las necesidades de un país que sigue manteniendo una de las más elevadas tasas de paro de la UE. El miedo al endeudamiento y los tipos de interés explican parte del problema. Pero no todo, ya que ambos factores los compartimos con el resto de países europeos. Hay que adoptar medidas en tres direcciones: un discurso gubernamental más pro-business con un clima político menos crispado; recuperar la inversión pública más allá de los Next Generation, cuyo impacto macro apenas sí se nota y, sobre todo, poner en marcha planes estables para la construcción de viviendas para jóvenes, esos miles y miles prometidos en la campaña electoral.
Los problemas estratégicos forman una tercera capa de reflexión no menos importante: como parte de la UE, debemos codecidir el lugar que aspiramos a tener en este nuevo orden internacional que se está construyendo, entre democracias y autocracias, a golpe de guerras y conflictos tecnológicos y comerciales. China ha dejado de ser la fábrica del mundo y se ha convertido ya en el principal competidor de Occidente y rival estratégico de la OTAN. Putin explicita su intención de cambiar el statu quo político en Europa, con armas (Ucrania…), ciberataques, desinformación y financiando a la extrema derecha antisistema, como ya está haciendo en África. Y EEUU, aunque no ganara Trump, inicia un repliegue en Europa y concentra sus esfuerzos en Asia y norte de África. ¿Dónde queda la Unión Europea en ese escenario?
Sin gas ruso barato, ni protección bélica americana, ni superávit comercial con China, el modelo europeo aborda un momento disruptivo, en el que las cartas se están repartiendo de nuevo hacia el exterior, pero también en el interior. Abordar un fortalecimiento de la defensa y la política de autonomía estratégica (chips, renovables, nuclear, etc.), desde una mayor presencia del Estado con ayudas públicas, replantea las reglas actuales y modificará la futura correlación de fuerzas en la UE. ¿Daremos un salto federal o cada estado jugará en función de sus capacidades? Ahí se está decidiendo, también, el futuro de España y no veo que sea esto lo que promueve debates parlamentarios y grandes acuerdos de Estado de cara, por ejemplo, a las próximas elecciones europeas para elegir un Parlamento que puede ser clave para nosotros como país. Es una época para estadistas.
Jordi Sevilla es economista
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