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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué hablan de reducir jornada si quieren decir reparto de empleo

La norma, además de un innegable incremento de costes, activa un arma sindical poderosa para imponerla en los convenios

Yolanda Diaz, en una visita a la sede de Pimec de Barcelona.
Yolanda Diaz, en una visita a la sede de Pimec de Barcelona.Massimiliano Minocri

La vicepresidenta del Gobierno y ministra de Trabajo insiste en imponer la jornada laboral máxima de 37,5 horas semanales con una norma legislativa barnizada primero con un acuerdo social. El objetivo en absoluto oculto de quien actúa como la verdadera delegada sindical en el Palacio de la Moncloa, que no parece compartir con entusiasmo la mayoría del Gobierno, es recuperar el protagonismo político que los electores le están cuestionando en las últimas consultas, con una ampliación de supuestos derechos laborales. Una operación que esconde incrementos nada despreciables de costes y que culminaría con un escalón adicional de una de las prácticas más extendidas en este ciclo: la creación nominal de empleo por la vía del reparto del real.

Tras seis años de intervencionismo en el mercado laboral en los que los sindicatos han actuado de agradecidos comparsas y la patronal ha opuesto resistencia creciente tras el posibilismo cándido de los primeros años, toda la agenda del Ministerio de Trabajo para la legislatura se daría por satisfecha si se culminase la primera reducción legal de la jornada laboral en más de cuarenta años. Casi dos años largos hace que circula la prédica de la vicepresidenta Díaz sobre las bondades de la reducción de jornada máxima legal, que quiere situar en niveles superiores a la práctica real, y las opciones reales de sacar adelante el cambio normativo son limitadas.

Y un mérito hay que concederle: ha abierto el debate de la reducción del tiempo de trabajo, por discutible que sea en uno de los países con la productividad más lánguida del mundo desarrollado, gasto preocupante en incapacidad laboral y alarmante absentismo voluntario. Incluso ha involucrado en él a la derecha política que comulga con los postulados empresariales, pero con fórmulas alternativas.

Los dos hitos que deben santificar la reducción del tiempo de trabajo en las 38,5 horas semanales este año y en 37,5 desde enero, una norma aprobada por el Parlamento, pero barnizada por un acuerdo social, no están al alcance de la Administración. La patronal se ha plantado por las dificultades de aplicación del recorte y el incremento de costes para las pymes y los autónomos, y no avalará la iniciativa con una firma de adhesión como las acostumbradas a reclamar la vicepresidenta Díaz. Siempre queda la potestad gubernamental de llevarlo al BOE, aunque tenga dificultades de aplicación ulterior, pero la manifiesta debilidad parlamentaria del Ejecutivo lo desaconseja.

Si comparamos la realidad del tiempo de trabajo con las intenciones de quien diseña tales políticas, si sus normas se aplicasen a rajatabla, parecen un ejercicio superfluo. Aunque la jornada máxima sigue anclada en las 40 horas semanales desde los ochenta, todos los registros conocidos detectan tiempo de trabajo medios muy inferiores, inferiores incluso a los pretendidos por Yolanda Díaz. Esta circunstancia dejaría el pacto social si lo hubiere y la reforma legal en episodios crematísticos, puesto que la realidad camina al margen.

Pero la intención de los gestores de Trabajo va más allá de apuntarse un logro social legislativo muy pintón. Pretenden que la norma funcione como émbolo de presión sobre empresas y plantillas y fuerce reducciones adicionales del tiempo de trabajo, con el consiguiente incremento del coste laboral (se supone que la reducción no lleva aparejada contracción de sueldos), y estimule la necesidad de contratar nuevos trabajadores para soportar la carga de trabajo. Forzaría, en la práctica, un reparto adicional del empleo al ya ensayado en los últimos años en los que el número de personas ocupadas ha avanzado más deprisa que la producción, con la consiguiente erosión de la productividad.

Veamos cómo compara la norma con la realidad. La jornada máxima legal es de 40 horas semanales; la media pactada en los convenios de 2023 es de 36,45 horas semanales (registro de convenios); la media realizada “habitualmente” en el empleo principal de los ocupados es de 37,6 horas (Encuesta de Población Activa); la media realizada “efectivamente” es de 33,5 horas (EPA); la media realizada “habitualmente” por los asalariados es de 36,5 horas; y la media “efectivamente” trabajada por los asalariados se queda en 32,4 horas (EPA).

Lógicamente hay ocupados que por su relación profesional trabajan más horas. Es el caso de trabajadores por cuenta propia, un colectivo de más de dos millones de personas que hacen más de 40 horas, o empleadores, que superan una media de 43 horas.

También hay colectivos, a los que nunca se les tiene en cuenta a la hora de legislar o negociar, que quiere trabajar más, o que trabaja adicionalmente en empleos secundarios por necesidad de incrementar su renta. Quieren trabajar más horas de las que lo hacen más de dos millones de trabajadores (el colectivo de tiempo parcial no voluntario), justo el doble de cuantos quieren trabajar menos horas con reducción proporcional, eso sí, de sus emolumentos.

En el proceso natural de presión a la baja de la jornada que la norma pretende, el papel de la negociación colectiva es clave. En los últimos años la jornada pactada en los convenios está bastante estabilizada, incluso con un ligero incremento en los pactos firmados este año, que la fijan en 1,767 horas anuales (36,8 horas semanales) frente a las 1,749 anuales de los firmados en 2023 (36,45 horas a la semana). La reducción legal, de producirse y sobre todo de producirse con acuerdo sindicatos-patronal, proporciona una herramienta poderosa a los negociadores sindicales de empresa y de sector para reducir el tiempo de trabajo. Una herramienta que pretende proporcionar más poder a la parte laboral restándosela a la empresarial.

La reducción en los convenios de 2024 (firmados mayoritariamente en 2023) habría afectado únicamente a 242.000 trabajadores, un 5,4% de los afectados por tales acuerdos. Sí habría avanzado la inclusión de la reducción para incrementar la conciliación si fuese el caso (para casi la mitad de afectados), así como los afectados por la eliminación de las horas extraordinarias, con posibilidad similar e indistinta de compensarlas con más perras o más tiempo libre.

No es discutible que la mejor política aplicada sobre el tiempo de trabajo es la que ejercen empleador y empleado desde los convenios, que conocen al detalle los costes de cada decisión, y qué empresas, actividades y grupos profesionales pueden encajar un recorte de jornada, aunque sea con merma de márgenes, y cuáles no pueden en ningún caso. La patronal de las pequeñas empresas redondea en mil euros el coste por trabajador y año de una reducción sin merma de retribución, sin contabilizar las subvenciones de última hora que Trabajo ha puesto en circulación para lubricar, aunque sin éxito, la negociación.

José Antonio Vega es periodista.


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