¿Y si estuviéramos viviendo los nuevos felices veinte?
El excesivo pesimismo actual puede ser una corrección al sesgo optimista que no previó las crisis recientes
Durante el confinamiento, la conocida como gripe española se convirtió en el precedente recurrente para buscar respuestas ante el desconcierto reinante, más aún cuando, en ese momento, se cumplía el centenario de la finalización de tan devastadora pandemia. Las fotografías y los datos de la primera nos anunciaban que las mascarillas acabarían siendo de uso general, en contra del criterio inicial de nuestras administraciones, o que, previsiblemente, íbamos a sufrir nuevas oleadas tras el final del primer confinamiento, como ya había sucedido entones. Pero la gripe centenaria también nos ofrecía un horizonte esperanzador: no solo habría un completo final, sino que, tras ella, podría alcanzarse un periodo de prosperidad económica y social global, como fueron los felices y locos años veinte del siglo pasado.
Pero, a pesar de que la covid se superó más rápido, y, sobre todo, con un coste de vidas muy inferior, gracias a la exitosa colaboración entre la ciencia de frontera con los sectores público y privado, las esperanzas de los felices veinte parecieron truncarse. El alto coste económico de este esfuerzo, cincelado en los abultados déficits públicos, y una sucesión de nuevas calamidades en el bienio 2021-2022 (guerra de Ucrania, inflación y posterior subida de los tipos de interés, el desplome de los activos tecnológicos o problemas en las cadenas de suministro, también del gas, entre otras desdichas) llevaron a un pesimismo generalizado entre la ciudadanía y las empresas, reduciendo significativamente los índices de confianza de consumidores y gestores de compra.
Reducción que, erróneamente, se interpretó como la antesala de que a finales de 2022 entraríamos en recesión. Por ello, no es de extrañar que, en diciembre de ese año, se eligiera permacrisis como palabra del año, para definir esa sucesión de calamidades que acababan “paralizando a la sociedad”.
Probablemente, la prosperidad del periodo prepandémico ancló nuestras proyecciones de forma positiva, lo que nos llevó a infravalorar la probabilidad real de los escenarios adversos que sufrimos en el trienio inicial de esta década, retrasando nuestras respuestas a una pandemia global, la inflación o la invasión rusa. Por ello, el excesivo pesimismo actual aparecería como una corrección natural a estos errores, incluyendo consciente o inconscientemente un sesgo negativo sistemático en nuestras previsiones, que, generalmente, son después refutadas por datos que reflejan una realidad más boyante.
Pesimismo que también estuvo alimentado, desde 2021, por un sesgo de negatividad en las noticias económicas de los medios de comunicación, como muestra el Daily News Sentiment Index de la Reserva Federal de San Francisco. Noticias que han infravalorado, con demasiada frecuencia, la capacidad de recuperación de los mercados financieros y los criptoactivos o el plus de eficacia, por credibilidad, de contar con unos bancos centrales independientes.
Estos sesgos, posiblemente, nos estén impidiendo disfrutar plenamente del momento de prosperidad actual, que guarda algunas similitudes con los añorados felices veinte. Para empezar, las bajas tasas de desempleo en los países desarrollados nos ofrecen prosperidad para todos, más aún cuando parecen estar disminuyendo las desigualdades sociales, especialmente por las subidas generalizadas del salario mínimo, del que España es buen adalid, y el reforzamiento de las ayudas a las economías domésticas más desfavorecidas. A ello debemos sumar el efecto riqueza, que una vez más, como en los veinte del siglo pasado, experimentan las economías, fruto, entonces como ahora, de los mayores precios de los productos de inversión, desde las acciones a la vivienda, a lo que se suman ahora los nuevos criptoactivos.
Mayor empleo y efecto riqueza que llevan a una ciudadanía más hedonista, que rápido olvida su supuesto pesimismo para celebrar la vida y el triunfo sobre tanta calamidad. En los entonces pujantes cines, durante los primeros veinte, y, ahora, en ocio digital y turismo, pero, en ambos veintes, incrementando la demanda de los espectáculos en vivo, especialmente de música y baile. Solo ha cambiado la escala para dar respuesta a una población que se ha multiplicado en los últimos cien años. Si en los primeros veinte fueron los clubs de bailes y cabarets, ahora son los conciertos y festivales de música multitudinarios, que viven su edad dorada.
Tampoco los primeros veinte estuvieron exentos de espinas. De hecho, a principios de los veinte del siglo pasado finalizó otra invasión rusa a una Ucrania recientemente independizada. Además, como ahora, los felices veinte fueron años complicados para las democracias. Entonces los autócratas, como Mussolini o Stalin, asaltaban el poder para impulsar regímenes alternativos, mientras que ahora sus herederos se ven obligados a mantener ciertas apariencias democráticas, al no existir una alternativa atractiva a ellas como antes parecían serlo el fascismo o el comunismo.
El problema de compartir esta sugerente hipótesis, de que pudiéramos estar inmersos en una anaciclosis o ciclo social repetido, es que la siguiente etapa no es nada atractiva, ya que, en el siglo pasado, tras el desplome de los mercados financieros, llegó la Gran Recesión. Aunque ningún fundamento económico indicaría hoy tan funesto desenlace, no tranquiliza que la prensa financiera empiece a señalar inquietantes coincidencias, como que, en Estados Unidos, el valor actual en Bolsa del 10% de las mayores empresas, como porcentaje del total del mercado, nunca ha sido tan grande como justo antes del crac del 29.
José Ignacio Castillo Manzano es catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla
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