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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una demografía declinante condena a una prosperidad menguante, y viceversa

La natalidad en mínimos y el envejecimiento en máximos exigen políticas muy decididas que tardarán décadas en fructificar

Envejecimiento población
Una familia pasea por la Casa de Campo en Madrid.Andrea Comas

Va para diez años ya la intensa pérdida vegetativa de población y no hay ni una sola pista que permita predecir que la endemoniada curva dará la vuelta en los próximos lustros, y solo los saldos migratorios pueden equilibrar cuantitativamente, en el mejor de los casos, la balanza demográfica. Porque el envejecimiento, esa buena noticia que es alargar la vida, tiene ya muy mal arreglo y seguirá presionando a la economía, que siempre será un espejo del panorama demográfico, de la misma forma que la pirámide de edades evolucionará a resultas del crecimiento y la prosperidad.

España entró hace ya unas pocas décadas en el elitista club de las naciones con dos conceptos demográficos convexos: la mayor longevidad de sus moradores y las más deprimentes tasas de natalidad, que conducen a una inevitable brecha demográfica que los flujos migratorios tendrán complicado cerrar. Porque este fenómeno de atracción de moradores, muy intenso en los últimos 30 años, no ha restablecido niveles de natalidad que permitan estabilizar las cifras y proporcionar un saldo de reemplazo suficiente; entre otras cuestiones, porque los flujos migratorios son muy sensibles a la evolución económica, que en España ha sido crítica desde 2008.

La primavera demográfica irrumpió aquí en 1960, cuando la primera gran apertura de la economía saltaba los candados de la autarquía provinciana del franquismo. Hace justo 60 años, en 1964, llegaba la cohorte de nacidos más numerosa registrada en el siglo, con casi 700.000, más del doble que el año pasado, con 322.000, cifra publicada hace una semana, la más modesta que recuerdan las estadísticas. Desde entonces, más allá de las consideraciones sociológicas y culturales tan socorridas de las que echan mano los demógrafos y sociólogos para justificar la curva demográfica, esta se ha pegado como una lapa a la evolución del crecimiento y la prosperidad del país.

Como una lapa: comenzó a declinar con los golpes de la crisis del petróleo en los setenta, tocó fondo a mediados los noventa, repuntó con fuerza de la mano de la masiva llegada de inmigrantes y el bum del crecimiento que generó el euro (en 2008 los nacimientos superaron el medio millón), y, tras un acelerado otoño, ha vuelto a desconocidos niveles invernales. Y lo ha hecho con unas cifras de población en máximos históricos que nos acercan a los 50 millones de moradores, que, además, según las estimaciones medias de los demógrafos de Estadística, superarán ese umbral hacia 2050, para estabilizarse después con los saldos migratorios.

El futuro proyectado maneja un comportamiento vegetativo más deprimente que el observado en los últimos años, con los nacimientos en cifras solo un poco mejores que las actuales (en 2040 alcanzarían los 400.000), pero con una aceleración de vértigo en las defunciones, que de las 435.000 de 2023 superarían el medio millón dentro de 15 años y rozarían las 600.000 en el ecuador del siglo. El saldo vegetativo, los fallecidos menos los nacidos en el territorio nacional, y que ahora está en una pérdida de 113.000 personas anuales, se duplicaría en 25 años y se triplicaría en 35, y solo la entrada de migrantes equilibraría las proyecciones, que serán respetadas por la realidad, o no. Dependerá, como en el pasado, de la marcha de la economía. Claro que esta, como en el pasado, dependerá del rumbo de la demografía.

El país tiene un problema muy serio, que no ha sabido afrontar hasta ahora, que solo ha trampeado con ayuda del exterior, y que exige una revisión integral de las políticas demográficas para enderezar la cuestión, a sabiendas de que tardarán décadas en dar frutos. Ningún Gobierno en las últimas décadas ha hecho planteamientos integrales en tal sentido. Los esfuerzos se centran más en la protección de las cohortes ya envejecidas que en promover el crecimiento de las más jóvenes, incluso de las que están por nacer. Y el país que destina más desvelos y dineros a su pasado que a su futuro no solo no soluciona un problema, sino que lo engorda.

La natalidad ronda 1,1 hijos por mujer, en línea con otros países sureños como Italia o Grecia. Un informe de Fedea (Castro-Martín, Martín-García, Cordero y Seiz) recuerda que de las mujeres nacidas en torno a 1970 (baby boom todavía), casi una de cada cuatro no ha tenido hijos, una proporción similar solo ha tenido uno, y que solo una de cada diez tuvo más de dos. Y si escaneamos 2023, veremos que las que han sido madres lo han sido a una edad muy avanzada: 4 de cada 10 tenían más de 35 años cuando alumbraron, y menos de 30, solo el 27% de ellas.

A este descenso en la natalidad y a su retraso han contribuido múltiples cuestiones; no todas, pero muchas de ellas empujan a las mujeres y los hombres en edad fértil a no cumplir con sus deseos reproductivos. La última encuesta sobre el fenómeno revela que las mujeres siguen deseando tener, de media, 1,9 hijos, y los hombres, 1,8. Ambos deseos, de realizarse, situarían la natalidad en niveles de reemplazo demográfico, 2,1 hijos por mujer, del que ahora España está a medio camino.

Por tanto, queda mucho por hacer. La economía y sus alrededores están detrás de todos los obstáculos, y todos están encadenados como las cerezas de una cesta: incertidumbre económica sobre el futuro; políticas de conciliación deficientes pese a la sobreactuación discursiva de los políticos; muy limitadas ayudas públicas natalistas; precariedad laboral y salarial; retraso de la emancipación económica y residencial (cerca de los 30 años, 12 más tarde que los suecos o 6 más que los franceses); irracional y exuberante carestía de la vivienda; y tardanza en tener el primer hijo, que ahora supera los 31 años de los progenitores.

Si estos déficits no se corrigen, que nadie espere virtudes de la economía, sino los vicios propios de una sociedad envejecida con problemas para sostener su Estado de bienestar. Están todos identificados: más gasto en pensiones y atención sanitaria; menor demanda de consumo y menor crecimiento; déficit de fuerza laboral competente; menos ingresos fiscales por renta y consumo; menos ahorro y, en consecuencia, menos capitalización de la economía y la inversión; incluso, y no por ello lo último, riesgos muy serios de deflación. En definitiva, una prosperidad declinante.

José Antonio Vega es periodista

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