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A fondo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Alemania: quedar bien gastando poco

Las murallas del Jericó de la rectitud presupuestaria germana se están viniendo abajo. Y eso que Josué no ha hecho sonar aún ninguna trompeta. ¿Qué pasará cuando suenen?

Juan Ignacio Crespo
Alemania
picture alliance (dpa/picture alliance via Getty I)

Eran los tiempos de la crisis de la deuda pública griega, que iría seguida de la crisis de la deuda pública irlandesa, española, italiana, griega y portuguesa. Era el año 2010.

Alemania era entonces el ejemplo de la virtud suprema en el terreno de la austeridad presupuestaria, frente a los manirrotos países del sur y a alguno situado más bien en la esfera geográfica anglosajona. Hasta Islandia estaba en dificultades por causa de una banca electrónica que había captado los ahorros de muchísimos ingleses y holandeses y era incapaz de devolvérselos.

La crisis de la banca europea se había iniciado en Alemania cuando el IKB, un banco que prestaba a pequeñas y medianas empresas, estaba al borde de la quiebra y el Bundesbank (su severo banco central) ni se había dado cuenta, teniendo que ser el Deutsche Bank el que le avisara de lo que estaba sucediendo.

El caos generado un año después por la bancarrota de Lehman Brothers y la magnitud de la subsiguiente quiebra de la banca de EEUU hizo que pasara a segundo plano el que buena parte de la banca alemana estaba también quebrada, aunque en los años siguientes saldría a la superficie una y otra vez el comportamiento temerario de los bancos alemanes que habían estado prestando dinero a los abominables países manirrotos.

Con un golpe de autoridad que pretendía ser ejemplar y edificante, el Gobierno de Alemania decidió autoimponerse un estricto control en el gasto público y llevó al Bundestag o Parlamento de su país la decisión de incluir en la Constitución alemana la exigencia de que el déficit estructural no podría superar anualmente el 0,35% del PIB.

Semejante ejemplo sonó como un mazazo en los oídos de los asustados países del sur, que se estaban viendo arrastrados por el efecto en dominó de la imposibilidad de que Grecia pudiera pagar su deuda pública. La ejemplaridad alemana llegó hasta el extremo de que los españoles, más asustados que nadie, y como alumnos aplicados que somos, decidiéramos que habría que hacer algo parecido, para lo que se modificó el artículo 135 de nuestra propia Constitución, dejando claro que siempre seríamos gente seria y pagadora de nuestras deudas, poniendo el honrar los compromisos financieros por delante de las necesidades más vitales, si llegara el caso.

La ocasión fue tan extraordinaria que hasta se vio como el Partido Popular, en la oposición, colaboraba con el PSOE (que sustentaba al Gobierno de entonces; corría el año 2011) para poder alcanzar la mayoría cualificada que exigía la modificación de ese artículo de la Constitución Española.

Poco después llegó Mario Draghi a la presidencia del Banco Central Europeo y, con el apoyo político de Angela Merkel, puso en marcha la versión europea de lo que en EEUU se había llamado Quantitative Easing (o política monetaria cuantitativa) y los problemas para la deuda pública española se fueron esfumando poco a poco a partir del verano de 2012. España había cumplido, a su manera, la condición impuesta por Mario Draghi para aplicar las políticas monetarias acomodaticias: que se respetara lo que él llamó el compacto fiscal, una expresión que no hizo fortuna (prácticamente nadie la recuerda) y que consistía, bajo esa apariencia indescifrable, en que se moderaría el gasto público y se contendrían los déficits que se iban acumulando año tras año.

Y así discurrió el resto de la década que fue de 2010 a 2020, con algunos sobresaltos como la varufakiada en Grecia en 2015 (nadie hasta entonces se había atrevido a decir con todo el desparpajo “no podemos pagar y no vamos a pagar”) y los problemas similares por los que pasó Chipre.

Pero llegó la pandemia del Covid-19 en enero de 2020, con las cuarentenas o confinamientos subsiguientes y la recesión económica por decreto que todo ello provocaba. Y, como es natural, todo el mundo tuvo que recurrir a medidas de emergencia y a gastos extraordinarios.

¿Qué harán los alemanes, nos preguntamos algunos, en semejante situación, con las fuertes restricciones de gasto que habían incrustado en su Constitución?

Como en el servicio militar, el mando lo tenía todo previsto: junto a la inclusión del límite del 0,35%, se había aprobado en el Bundestag que, en situaciones de emergencia, ese límite podría superarse con un juego de manos: la adopción de gasto extrapresupuestario. Y es lo que se procedió a hacer en Alemania. Y no por cantidades precisamente pequeñas: según los datos del FMI, las cantidades dedicadas a semejante asunto fueron 589.000 millones de euros de gasto público extra, 944.000 millones en avales del sector público y 114.000 millones en tomas de participación en empresas.

Hace pocos días nos hemos enterado de que la austeridad no solo no era tan ejemplar como parecía, sino que en la ejemplar Alemania se hacían chapuzas que casi rayan la malversación, si es que no han caído en ella: el Tribunal Constitucional ha echado abajo la práctica de aprovechar fondos extrapresupuestarios dedicados a combatir la pandemia para transferirlos a un fin diferente, el de la lucha contra el cambio climático.

¡Qué decepción! ¡Qué manera de quedar bien hace 14 años sermoneando a los demás gracias a no tener necesidad de sermones en ese momento uno mismo! ¡Eso sí que es quedar bien gastando poco!

Pero las murallas del Jericó de la probidad y rectitud presupuestaria germana se están viniendo abajo. Y eso que Josué no ha hecho sonar aún ninguna trompeta. ¿Qué pasará cuando suenen?

Juan Ignacio Crespo es estadístico del Estado y analista financiero

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