Alquimia fina para empastar compromisos políticos con reformas y rigor fiscal
Los heterogéneos pactos parlamentarios dificultan la ejecución de lo que la economía exige: severo control de cuentas y un intenso plan liberalizador
En julio hacíamos una somera lista de las obligaciones del Gobierno que saliese de las urnas para devolver la economía a un desempeño razonable, y que puede resumirse en un atrevido plan de reformas marchamo para mantener y estirar el diferencial de crecimiento con la UE y superar el lánguido de la productividad. Casi seis meses después, dispone España de un Gobierno clónico del anterior, pero con más y más heterodoxas servidumbres, que convierten el objetivo de su gestión en cuadrar económicamente un vicioso círculo de hipotecas políticas.
Los intereses políticos y hacendísticos de los socios del nuevo PSOE son tan difíciles de mezclar como el agua y el aceite, y solo la existencia de pactos separados que no guardan coherencia en sus contenidos mantiene una inestable y efímera estabilidad. Empastar un severo control de las cuentas públicas como el que exige Europa tras cuatro años viviendo en Jauja, con los innumerables cheques de gasto público firmados en blanco por anticipado, se antoja muy complicado, tanto o más que cumplir una agenda de reformas severas que precisa la economía para mantener un crecimiento ahora debilitado, y sin el cual no habrá carburante para llevar los dineros públicos cerca de las exigencias de los socios.
En términos políticos, los astros han alineado los intereses de todos los socios parlamentarios de la nueva mayoría, aunque sustanciar en números y dineros tales anhelos solo es posible en la teoría. Solo haciendo abstracción del coste de lo pactado y de quién lo paga pueden ponerse de acuerdo radicales izquierdistas, irredentos independentistas y supremacistas periféricos y un partido que dice representar, aunque esta vez el resultado electoral avale tan cosa, una réplica de los deseos de los españoles.
Buena parte de lo prometido debe estar consignado en los Presupuestos de 2024, sobre cuyos planes Bruselas ha pedido aclaraciones y ha exigido un verdadero plan de consolidación de las cuentas públicas. Tal demanda responde a la necesidad de comprobar que se ajustan al nuevo traje de reglas fiscales que la Comisión Europea no ha terminado de diseñar para someter al Consejo antes de fin de año. Un complicado mecano que España se afana por concluir para darle algún lustre a su presidencia europea y que debe devolver la credibilidad a la gestión presupuestaria en Europa.
Para el Gobierno, el rigor fiscal ha sido siempre más literatura que matemáticas, y cuesta creer que no siga siendo así, porque lo más complicado de cambiar a la condición humana es su naturaleza, y la de este Gobierno es gastar siempre más, y si faltan recursos, subir los impuestos o pedir dinero al mercado. Ha tenido una magnífica oportunidad de llevar el déficit al 3% como era preceptivo, aprovechando subidas de impuestos y cotizaciones, aprovechando el dividendo de la inflación en la cuenta de ingresos, y aprovechando que Bruselas financiaba la inversión pública. Pero no lo ha hecho: ha expandido el gasto con nuevas figuras estructurales y otras coyunturales que se resiste a derogar, aunque las circunstancias que las justificaron estén amortizadas, y ha engordado las facturas de los pasivos más allá de lo conveniente, por conveniente que parezca subir siempre el IPC a las pensiones.
Ha condonado 15.000 millones de deuda a Cataluña, y aun en caso de expandir tal gracia proporcionalmente al resto de las regiones, y aunque parezca neutro en términos financieros pasar el cobro de los intereses de la ventanilla regional a la estatal, la medida tendrá un coste futuro nada despreciable. Esta decisión, además consagrar el riesgo moral que supone el perdón a la gestión pusilánime frente a la rigurosa, da alas a las administraciones que han hecho de su hacienda un saco roto para seguir endeudándose, porque siempre habrá un pagador ajeno de último recurso, y entierra el espíritu solidario y de corresponsabilidad del Estado autonómico.
España deberá ceñirse a las exigencias fiscales europeas, cuyos proyectos últimos exigen llevar el déficit fiscal al 3% ya en 2024, aunque Bruselas tiene poca fe en que lo logre. Y deberá presentar un plan creíble, esta vez más matemático que literario, para reducir la deuda pública, que sigue en el 110% del PIB (la media de la Unión ronda el 90%), y cuya bajada relativa en los dos últimos años es obra y gracia exclusiva del PIB nominal impulsado por la inflación.
BBVA Research, dirigido por Rafael Doménech, y Bruegel han hecho simulaciones del esfuerzo fiscal en función del proyecto de reglas hasta ahora conocido, y no parece fácil alcanzar los objetivos salvo un crecimiento exuberante, subidas adicionales de impuestos o bajadas de los gastos. España precisará recortar su desequilibrio fiscal primario (excluyendo costes por intereses de la deuda) en 2,5 puntos de PIB en cuatro años, dando por hecho que previamente reduce el déficit agregado hasta el 3,4% en 2024.
Estamos hablando de algo así como unos 40.000 millones de euros, y no parecen coincidentes los intereses de los socios sentados a la derecha de Sánchez con los de los sentados a su izquierda como para hacerlo fácil. Una cantidad que podría ser superior si se resiente el crecimiento y los ingresos, algo harto probable si los costes laborales siguen subiendo al ritmo Yolanda Diaz, y los energéticos y financieros, no ceden. Bruselas será benevolente, no obstante, y dará más tiempo a quien liberalice sus mercados y estructuras productivas para esquivar su obsolescencia permanente.
Pero cuesta creer que habrá comunión de ambiciones para reformar fiscalidad, energía, movilidad, sistema judicial, educación, formación profesional, adaptación tecnológica, mercado de trabajo, competencia, unidad de mercado o estado de bienestar. Cuesta creer que los postcomunistas de Sumar coincidan con los burgueses de PNV y Junts en impuestos, o en energía, o en cotizaciones, o en vivienda, o que el PSOE logre la síntesis en cada decisión.
Por ello, las reformas podrían ser tan poca cosa como en la legislatura pasada, y me atrevería a aventurar que la cuadratura de los números de las haciendas, conociendo los antecedentes, se cubrirá a golpe de subidas de impuestos ya existentes o creación de otros nuevos. Me temo que el Gobierno encontrará, ahora sí, la excusa para esa reforma fiscal, cuyo libro blanco acumula polvo en un cajón de la calle Alcalá, y sacará brillo a las rentas del trabajo más elevadas, a las de capital, a los beneficios, al consumo de carburantes y al tránsito operativo de las finanzas. Es su naturaleza. Y desde luego ni hablar de recortar o siquiera congelar los gastos, ni siquiera los de los vastos programas enquistados en el presupuesto, muchos de ellos a mayor gloria del clientelismo y los intereses creados.
José Antonio Vega es periodista
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