Hay pocas salidas buenas para la caída de las Bolsas chinas
Un acuerdo con EE UU para revaluar el yuan aprisionaría a los mercados del país en el plan deflacionista de Pekín
En la película de catástrofes de 1979 El síndrome de China, un fallo de diseño en una central nuclear amenaza con una catastrófica fusión en la que el núcleo del reactor arderá hasta el otro lado de la Tierra.
Los inversores en renta variable china han sufrido últimamente su propio síndrome. En los últimos tres años y medio, el índice CSI 300 ha perdido casi un tercio de su valor, incluso mientras la cesta del S&P 500 se disparaba a nuevos máximos históricos.
Con Donald Trump a punto de volver a la Casa Blanca, respaldado por un Congreso controlado por los republicanos, ¿deberían los inversores prepararse para que las acciones chinas se marchiten aún más, o es el momento de adoptar una postura contraria?
No es difícil encontrar razones para mantenerse al margen. Tras haber promediado un 9% anual en las dos décadas anteriores a 2019, la tasa de crecimiento económico de China se ha reducido aproximadamente a la mitad desde 2020. Incluso en los tiempos de auge, el vínculo entre los rendimientos de la renta variable y el crecimiento era débil. Pero las grietas son mucho más profundas que eso. El modelo de crecimiento impulsado por la inversión de China, financiado por sucesivas oleadas de expansión del crédito, parece haberse agotado, y ha dejado la economía cargada de elevadísimas deudas.
El otrora floreciente sector inmobiliario ha sucumbido a una épica quiebra, reduciendo el valor del principal activo de la mayoría de los hogares y encallando las finanzas de los gobiernos locales. Mientras, los precios internos chinos llevan más de dos años cayendo, completando un círculo tóxico y aumentando el espectro de la deflación de la deuda. No es de extrañar que los bajistas digan que su economía está estructuralmente dañada.
Pero, junto a estas desventajas bien conocidas, los inversores en la República Popular se benefician de algunos vientos de cola igualmente notables. Es la segunda mayor economía, líder indiscutible de la industria y el comercio mundiales y, según el Instituto Australiano de Política Estratégica, campeón mundial en investigación e innovación en 57 de las 64 tecnologías más importantes. De hecho, la UE se está planteando pedir a las empresas chinas que transfieran tecnología a cambio de subvenciones, informaba esta semana el Financial Times.
Desde el punto de vista financiero, China es la mayor economía acreedora exterior del mundo, con un exceso de activos exteriores sobre pasivos de unos 4,3 billones de dólares. Su superávit anual por cuenta corriente solo ha bajado de 100.000 millones una vez en las dos últimas décadas, y en 2023 sumó 250.000 millones. Estos fundamentos económicos y financieros dan a las autoridades chinas un grado de flexibilidad en política económica que pocos Gobiernos pueden igualar.
Los alcistas chinos pueden animarse aún más con la valoración y las sensaciones. Incluso después de una subida del 25% desde que las autoridades de Pekín anunciaron medidas de estímulo monetario a mediados de septiembre, el CSI 300 sigue cotizando a poco más de 15 veces los beneficios. El BSE Sensex, de India, cotiza a 22 veces, mientras el S&P 500 se valora a un múltiplo de 27.
Solo han pasado cuatro años desde que la OPV prevista de 37.000 millones de dólares de Ant Financial, de Jack Ma, atrajera órdenes por valor de 3 billones de posibles inversores –equivalentes a casi el 3% del PIB mundial en aquel momento–, poco antes de que los reguladores cancelaran la oferta. Evidentemente, a los inversores no les preocupaban demasiado los retos estructurales del Reino Medio por aquel entonces. Si alguna vez ha habido un caso en el que los precios hacen las opiniones, argumentan los defensores de China, es este.
Pero, incluso si las consideraciones técnicas hacen que una apuesta a corto plazo parezca tentadora, el caso de la República Popular como inversión a largo plazo es una cuestión más complicada. Irónicamente, la victoria del Partido Republicano en Washington hace más probable que las dos superpotencias lleguen a un acuerdo económico. Se debe a que los incentivos de ambas partes están cada vez más alineados en lo que respecta a la principal cuestión polémica: la gestión del tipo de cambio por parte de China.
Un acuerdo en virtud del cual Pekín acepte revaluar el yuan frente al dólar a cambio de evitar una guerra comercial total satisfaría la demanda clave de Trump y sus asesores de poner fin a lo que consideran una ventaja monetaria artificial que ha puesto de rodillas a la industria manufacturera de EE UU.
Un acuerdo de este tipo –llamémosle Acuerdo de Mar-a-Lago, en referencia al Acuerdo del Plaza, por el que los socios comerciales de EE UU acordaron devaluar el dólar a mediados de los 80– también se alinearía con la reticencia de China a reflotar su economía mediante un estímulo de la demanda, en favor de intentar una recuperación más controlada mediante una transición del lado de la oferta hacia nuevos motores de crecimiento basados en una industria y una tecnología más avanzadas. Además, respaldaría las ambiciones de Pekín de convertir el yuan en una auténtica moneda de reserva internacional.
Para la renta variable china, esta distensión podría parecer una inequívoca buena noticia. Pero sería cualquier cosa menos eso. Aunque liberaría a las Bolsas chinas de su actual carga de riesgo geopolítico, las aprisionaría, en cambio, en la estrategia de reestructuración deflacionista de Pekín.
Sin las condiciones monetarias más laxas y la mayor inflación que permitiría una moneda más débil, los balances de las empresas y los gobiernos locales tendrían que sudar sus excesivas deudas a lo largo del tiempo. El crecimiento de los ingresos y beneficios de las empresas sufriría una desaceleración prolongada hasta que la economía resolviera sus desequilibrios.
Este escenario no decepcionaría a todos los inversores. Una estrategia de dinero sólido y yuan fuerte sería música para los oídos de los tenedores de bonos chinos. Por su parte, las inversiones de capital riesgo bien orientadas a la modernización industrial de China podrían resultar muy rentables. Pero para los asignadores de activos expuestos a la mayoría de los componentes de las Bolsas de Shanghái y Shenzhén, el período posterior a un Acuerdo de Mar-a-Lago sería un largo y duro camino.
Por supuesto, existe otra posibilidad. China podría optar por abandonar su enfoque controlado y apostar por una reflación radical. Esto exigiría una devaluación del yuan, lo cual acabaría con cualquier acuerdo monetario. Este cambio de rumbo dispararía las Bolsas chinas, al menos en moneda local. Pero la perturbación resultante para el comercio mundial y los flujos de capital sería casi con toda seguridad extrema.
En ese caso, los inversores en renta variable de fuera de China también tendrían que ponerse el traje antirradiación. “Hoy, solo un puñado de personas sabe lo que significa...”, advertía el cartel original de El síndrome de China sobre el colapso que está en el corazón de su trama. “Pronto lo sabrás”.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías