En la jornada laboral de cuatro días no puede haber café para todos
El programa piloto impulsado por el Gobierno para aplicar la jornada laboral de cuatro días en un reducido número de pymes españolas constituye un ensayo, interesante, sin duda, sobre una cuestión abierta al debate y cuya aplicación sobre el terreno ha tenido hasta el momento resultados dispares. El programa, que pretende analizar la efectividad de la medida y su impacto en la productividad, cuenta con un presupuesto de 10 millones de euros, lo que permitirá conceder 150.000 euros a cada empresa participante para compensar los costes que esta asuma. La medida afectará solo a los trabajadores con contrato indefinido, que deberán constituir un mínimo del 30% de la plantilla en los negocios de hasta 20 empleados y de un 25% en los de entre 21 y 249 trabajadores.
El programa arrojará luz sobre los efectos de la reducción de jornada a corto plazo y en ámbitos muy determinados, como es el caso de la productividad, la conciliación familiar o el bienestar laboral, pero se necesitará más tiempo y perspectiva para analizar otras cuestiones de fondo, como en qué medida su generalización puede influir en la calidad del empleo. La semana de cuatro días se ha puesto en práctica con éxito en Reino Unido, aunque de momento todavía en fase experimental, y en países como Islandia, donde más del 80% de los trabajadores se acoge a este modelo, que está ya plenamente integrado en la cultura laboral del país. No ha ocurrido lo mismo, sin embargo, en Francia, cuya semana de 35 horas, en vigor desde hace 20 años, ha aumentado considerablemente los costes laborales de las compañías y lastrado su competitividad. En España, empresas como Telefónica o Desigual han aplicado la reducción a cuatro días, pero lo han hecho con recorte de sueldo, lo que constituye una diferencia sustancial con el programa del Gobierno, en el que la jornada se reduce, pero el salario no.
La relación entre reducción de las horas de trabajo, productividad y costes laborales constituye la primera cuestión importante a la hora de analizar un modelo como este. Mientras en sectores altamente tecnologizados probablemente sea posible mantener la productividad, o incluso aumentarla, con menos horas de actividad, en otros esa ecuación resultará imposible de despejar y exigirá una reducción de salario que vaya pareja a la de la jornada. Ello abre el interrogante de hasta qué punto una generalización de este modelo puede acabar contribuyendo a una mayor precarización del empleo, con trabajos con menos horas y sueldos más bajos, como también apunta a la necesidad de garantizar que su aplicación a los trabajadores será voluntaria. Como en tantos otros ámbitos, no es esta una medida en la que pueda y deba funcionar el café para todos.