Todos contra la Unión Europea
Europa necesita más autoridad moral y menos aritmética; quizá sea hora de una refundación
Casi todos, muchos en cualquier caso. Resignación, desconfianza, hostilidad, he ahí los peldaños que han ido subiendo miles de ciudadanas y ciudadanos en su progresiva desafección a una cierta praxis de la Unión y quizá a la Unión misma. Una especie de quinta columna explícita, colaborando de hecho con aquellos que desean el debilitamiento del proyecto europeo, véase Trump, Putin, Xi Jinping o Erdogan. Y la duda se instala donde habitaron por decenios las certezas, alimentada en un diletantismo sin medida, ampliaciones apresuradas y crisis por medio, las viejas respuestas no sirven para las nuevas preguntas, como intuyó Benedetti. Y a ello ha venido a sumarse el nuevo gobierno italiano, que amenaza con fuertes turbulencias en el área, dando oxígeno a un euroescepticismo jalonado de lo que algunos llaman “coaliciones heteróclitas”, extrañas.
El Reino Unido, quizá precipitadamente, se va, dando la razón, dirán algunos no sin fundamento, al viejo general De Gaulle. Italia se ha subido sin rebozo al tren del populismo descarado, por más que sea posible rastrear las razones del fenómeno. Alemania, tocada por la epidemia social del momento, las migraciones que todo lo tensionan, abriendo grietas tremendas en la gobernanza que debería implementar Bruselas, pero que lo hace sin convicción y con reflejos agarrotados por la desunión. Véase si no a los venidos del Este, que llegan a burlarse de la Comisión con un desdén que calificaríamos de teatral si no fuese realmente dramático. Dinamarca instaura controles fronterizos y podríamos seguir, pero –objetivamente- la población se ha hartado de gritar “¿hay alguien ahí?”, mientras desde el puente de mando están entusiasmados con un video a lo Costa Concordia, al tiempo que el paquebote del antiguo Mercado Común se dirige, con el timón abandonado, hacia su Isla de Giglio, ante la congoja y la melancolía de generaciones que, como la mía, vieron en la Unión Europea el asidero para la modernidad económica, política y social.
A mi juicio ha habido un exceso de ensimismamiento en el éxito, cimentado en los instrumentos –sobre todo monetarios- olvidando los fundamentos más políticos, complicados para el acuerdo, pero indispensables para construir una Europa institucionalmente más simétrica con sus avances en lo económico. El desastre de la crisis financiera le hizo ponerse las pilas, pero otra vez primando lo sectorial, y si las piezas no se engarzan, el dispositivo no carbura, tanto más en un entorno de creciente contestación, en el que nuevos líderes, abrazando un indisimulado adanismo, se ponen al frente de la larga marcha, siempre hacia el paraíso, un lugar y un camino sin costes, animados por el aliento retórico de lo imposible. Y eso que no creen en los milagros.
Debe haber, sin embargo, esperanza, justificada en la vigente bondad de la idea madre de los padres fundadores y en la inquina de sus enemigos. Pero esa esperanza se deshilachará más pronto que tarde si no se construye una auténtica ciudadanía europea, democráticamente representada. Menos burocracia, más participación y superación de una evidente ausencia de liderazgo político. Se impone politizar la Unión en el sentido de que los ciudadanos tengan el legítimo sentimiento de ser influyentes. Hay que romper con esa especie de funcionalismo que vertebra las decisiones de Bruselas y hacerlo pronto, porque de lo contrario, ese avance democrático puede, a la postre, ser utilizado por el populismo para darle el golpe de gracia.
Un punto a no descuidar es el que se refiere a las nuevas coordenadas del libre cambio en un mundo globalizado. La Unión ha de gestionar adecuadamente los efectos de un librecambismo que podríamos llamar ingenuo, ahora que aquellos miembros en los que sus élites eran fervorosas librecambistas, se han convertido al proteccionismo. Y es que siguen a sus poblaciones, que han constatado un impacto negativo e inmediato en los más frágiles, mientras que las ganancias se difieren en el tiempo. Se llega a pensar así que los acuerdos de nueva generación acaban por engordar los bolsillos del big business. Un librecambio sin matices da munición a los movimientos nacionalistas. ¿Dónde quedarían entonces los grandes propósitos de los padres fundadores?
Pero, de todas formas, ha sido el problema migratorio el que ha avivado los incipientes movimientos de extrema derecha, destrozando la agenda habitual de la Unión. Poco tiempo para la reflexión, aluvión de demagogia y muchos fantasmas en el subconsciente de la población. Jean Claude Juncker, con ocasión de su último discurso sobre el estado de la UE, reclamaba más peso político, una sola voz. En suma, un “déjà vu” demasiado repetido, pero certero cuando acusa señalando al unilateralismo irrespetuoso con las expectativas y las esperanzas de los demás. El progreso de las mayorías cualificadas frente a la unanimidad, el refuerzo del papel del euro en las transacciones internacionales, la construcción de un patriotismo europeo, lejos de limitados e insolidarios nacionalismos, así como una eficaz alianza con el continente africano, todo un programa en torno al cual no se trabajó lo suficiente en los tiempos en los que la inmigración no había irrumpido con su fuerza perturbadora. Quizá rescatando algo del optimismo de Schumpeter y su destrucción creadora, podamos esperar que la Unión –y gracias a sus crisis, como ya le ha ocurrido en otras circunstancias- se reinvente y acabe por entrar en una nueva etapa más optimista. Entre las cosas que se han oído en el Parlamento europeo con ocasión del discurso del presidente de la Comisión, hubo una con mucho eco: Europa precisa más autoridad moral y menos aritmética. Quizá una refundación, porque la metamorfosis ya se ha iniciado.
Luis Caramés Viéitez es Catedrático de Economía Aplicada en la USC