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Un decenio de función pasiva de los sindicatos

La pérdida de afiliados, de delegados y de presencia en los convenios y su inhibición en decisiones difíciles desde que arrancó la crisis los acerca a la irrelevancia Rechazan sin explicación convincente una oferta salarial de CEOE del 2% al 3% y más generosa para sueldos bajos

Sindicatos en las mesas de convenios
Alejandro Meraviglia

Los dos grandes sindicatos de clase han decidido repetir este año el ejercicio de pusilanimidad del pasado y esquivar la primera de las responsabilidades que le otorgan las relaciones industriales y que les reconoce una legislación hecha a su medida, la cual es facilitar la negociación de los convenios colectivos con un acuerdo marco con la patronal. Y la han escenificado incluso con una folclórica concentración ante la patronal, megáfono en ristre como en los viejos tiempos, para justificar su injustificable incapacidad para negociar y acordar.

Pese a que la oferta patronal tiene una desconocida generosidad comparada con la cicatería de los últimos años, nadie sabe cuál es el planteamiento en números de la demanda sindical, y si los comités de empresa en particular y los trabajadores en general están esperando señales para cerrar sus condiciones salariales para el ejercicio, no verán otra cosa que humo. Un año más, como el pasado, cada cual arrancará a su empresa lo que pueda y concluirá que la guía sindical, así como la patronal para las empresas, es cada vez más prescindible.

Ya en los meses transcurridos del año 5,5 millones de trabajadores tienen fijadas sus condiciones laborales en más de 2.200 convenios, al igual que los fijaron en 2017, sin que comités, secciones sindicales ni empresas hayan recibido más instrucción que la que marca la expectativa de su negocio, de sus ingresos y ventas esperados.

La gran excusa de la Unión General de Trabajadores y de las Comisiones Obreras es que la reforma laboral ha dañado el poder sindical y han replegado sus posiciones en las mesas de los convenios, dando más poderes a los empresarios en las decisiones excepcionales como los descuelgues de las condiciones generales, y que se han primado, con acertado criterio, los pactos de empresa, donde terceras opciones sindicales tienen creciente presencia, unas veces por desatención de las centrales tradicionales, otras por connivencia empresarial.

Independientemente de la presencia de los delegados de UGT y CCOO tras cada proceso electoral, su pujanza en las mesas negociadoras de los convenios se ha reducido, y han experimentado crecimientos muy fuertes en términos relativos las terceras candidaturas o candidaturas alternativas, especialmente durante los años de la crisis y siguientes.

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Ambas centrales de clase participaban de media en el 40% de las mesas de negociación, por encima de una de cada tres, antes de la crisis, mientras que en 2016, último año con registros cerrados de los convenios, solo llega al 35% Comisiones y al 33,5% la UGT. En paralelo las candidaturas terceras tenían una presencia inferior al 16% de los acuerdos en los primeros años del siglo, mientras que ahora superan el 26%.

Este vertiginoso avance de las formaciones ajenas a UGT y CCOO, y concentrado en sindicatos de empresa, presente en determinados sectores y sin parentesco entre ellas, se ha concentrado precisamente en la negociación de empresa, aquella que las centrales de clase prefieren obviar para concentrar sus esfuerzos en las negociaciones sectoriales y en las de carácter provincial o regional de cada rama.

La presencia de UGT y CCOO en los convenios de empresa se ha reducido hasta estar a la par con las listas alternativas, con un reparto porcentual de 30/30/30, tras un repliegue muy serio de los grandes sindicatos y un avance paulatino de otros grupos sindicales. Estos solo estaban presentes en el 17,9% de las mesas de negociación en 2003, y ahora lo están en el 30,9%, mientras que UGT y Comisiones estaban entre el 35% y el 37%, y ahora solo lo hacen en el citado 30%.

Las centrales de clase siempre han defendido los convenios sectoriales y de grandes territorios para imponer sus condiciones aguas abajo a la inmensa estructura de pequeñas y medianas empresas del atomizado tejido productivo que tratan de esquivar la imposición colectiva; pero lo hacen también por su dificultad para echar raíz afiliativa en tales empresas, tanto por la resistencia empresarial a la imposición de condiciones que muchas veces no pueden asumir, como por la dificultad de pico y pala que precisa.

Lógicamente la reforma laboral que ha dado prioridad a los convenios de empresa frente a los de sector ha inclinado la balanza a favor de este tipo de pactos, pero da la sensación, fundamentada en comentarios de varios empresarios de varios sectores, de que las centrales grandes han renunciado a labrar la tierra en condiciones de dificultad.

Esta pasividad organizativa de las centrales, junto con una transformación radical de la economía tras la crisis, con crecimientos exuberantes en actividades de nueva creación y con regulación muy flexible, cuando no inexistente, ha dejado enormes huecos a las agrupaciones de trabajadores que han sindicado sus intereses al margen de las estructuras ya existentes que solo irrumpen en el terreno de juego cuando llegan las elecciones sindicales que pueden proporcionarle delegados por los que perciben subvenciones.

Esta contracción de los niveles de presencia sindical en los convenios, que no es ajena a la reducción del número de delegados y en el de la afiliación (una de las más modestas de Europa) no es sino el corolario a una estrategia sindical errática, y muchas veces equivocada, desde que fueron legalizados en los setenta. La pátina política que arrastraban desde la clandestinidad ha condicionado siempre su actividad, por muchos intentos de despolitización que hayan acometido, tanto UGT como CC OO.

El debate sobre cuáles eran sus verdaderas batallas nunca concluyó, y las tentaciones de arrogarse funciones de los partidos políticos, cuando no de ser sus serviciales correas de transmisión, aunque sea a cambio de inconfesables contrapartidas, aparecen regularmente. Y lo que es peor, la inmensa mayoría de los asalariados no ven en las centrales una caja de herramientas útil para vencer sus adversidades.

Si la política está baldía de liderazgos consistentes mientras le sobran los de fogueo, el sindicalismo puede presumir bien poco del activo de sus líderes (en algún momento un tándem de jubilados) para atraer afiliados jóvenes cuando más arrecia en el mercado laboral la desigualdad que tanto agitan.

Atrapados en comportamientos poco edificantes en el pasado (tarjetas black, consejos millonarios, financiación irregular de la formación), han optado por la pasividad durante la crisis, ausentándose de las reformas que, aunque admitan todo tipo de crítica, han apuntalado de nuevo las finanzas públicas y el empleo, y salvo un par de años de alinearse con los deseos de los trabajadores y las empresas, han vuelto al frenetismo militante en todas las negociaciones abiertas, poniendo siempre los sueldos por delante del empleo, ignorando que sin el segundo no hay primero que valga.

Ahora recelan de la oferta patronal para subir los sueldos entre el 2% y el 3%, con horquillas más generosas para los sueldos bajos, cuando el común de los mortales firma subidas del 1,56%. Nadie echará de menos el pacto: las empresas adaptarán los costes a sus expectativas y los trabajadores buscarán la defensa personal si quienes dicen defenderles solo aparecen cuando hay elecciones.

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