Por qué los impuestos en España solo pueden subir
Las tensiones del gasto en pensiones y servicios públicos, y la elevada deuda impondrán alzas de la presión fiscal
El genial historietista catalán Francisco Ibáñez escenifica en un pasaje hilarante del Mortadelo y Filemón cinematográfico la simpleza y gratuidad de las promesas políticas cuando un líder autocrático y nacionalista promete, desde la tribuna a los embobados administrados, que “aquí lo que se necesita es gente que traiga cosas, cosas en general”.
Con poca más precisión que esta, los políticos han manoseado en los cuarenta años de democracia en España, y en muchos otros países, una de las mentiras más flagrantes, descaradas y repetidas en la vida pública, cual es la reiterada promesa electoral de bajar los impuestos. Hay ejemplos numerosos incluso cuando se sabía que había que subirlos, y volverán a la palestra en los próximos meses, en la tómbola de una compaña electoral que ya ha comenzado y que puede ser la más larga de la democracia, con tres citas en mayo de 2019 y una de postre en 2020.
Si esta vez oyen ustedes por ahí que les van a bajar los impuestos, desconfíen, no se lo crean: lo más probable es que se los suban. La debilidad fiscal de España ahora y la que está por venir no lo permite, no aconseja otra cosa, y el sacrificio será mayor cuanto más tarde se aborde. España tiene un déficit elevado para la evolución de su economía, una deuda pública superior a la conveniente para no tener problemas de financiación y con resistencia a reducirse, y una tendencia del gasto severamente alcista. Plantear reducciones generales de los impuestos es matemáticamente imposible y políticamente una decisión de lesa irresponsabilidad.
El PSOE y Podemos admiten que lo que pretenden hacer exige más esfuerzo fiscal, pero con un sesgo ideológico más orientado a una supuesta ética redistributiva que a la eficiencia. Es discutible qué impuestos deben subir y cuáles bajar, cómo preservar aquellos que más ayuden a la actividad y al empleo, cómo premiar el esfuerzo personal y el ahorro; pero en el medio plazo solo hay una opción: subir los ingresos agregados.
Todos los expertos en hacienda pública que defienden un papel neutral del sector público para potenciar el crecimiento advierten que el esfuerzo de consolidación fiscal es muy mejorable en los últimos años, sobre todo en aquellos en los que el crecimiento ha estado por encima del potencial, con tasas reales superiores al 3%.
Aunque los presupuestos públicos han cuidado que la partida de gasto creciese siempre menos que el PIB nominal, las circunstancias y la premura por corregir el desequilibrio aconsejaban más rigor, caminar más deprisa hacia el déficit cero para aprovechar el margen que ofrece la bonanza de la actividad, en la que unas cuantas partidas de gasto (las cíclicas de estabilización automática: desempleo sobre todo) estaban en permanente contracción, así como los alivios en la factura financiera que sirven los tipos de interés.
Esta pasividad fiscal de los gestores públicos es endémica. Ni cuando antes de la crisis la economía desbordaba ingresos se logró reducir el déficit estructural, ni ahora se intensifica, vía ingresos o vía gastos, la consolidación fiscal. Este mismo año la doctrina tiene poca fe en que Hacienda logre cuadrar el déficit en el 2,2% comprometido con Europa, porque si las cuentas ya coqueteaban con el riesgo en su proyecto inicial, ahora lo hacen de forma abierta con subidas de pequeñas partidas adicionales al hilo de las demandas en la calle: pensiones, policía, funcionarios.
Lo que va a determinar el futuro de las cuentas púbicas y su capacidad para reducir la deuda y refinanciarla es el gasto. Los escenarios dibujados por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) para la deuda pública revelan que desde el 98% del PIB actual solo bajará en condiciones de normalidad (tanto en crecimiento nominal como en comportamiento de ingresos y gastos) hasta el 78% en 2027 (un decenio), y que precisará mantener tal ritmo hasta 2035 para llevarla al 60% de referencia considerado por Europa.
En escenarios más pesimistas el umbral se retrasaría mucho. Esta parsimonia en el control de los pasivos públicos vivos en relación al PIB es imputable precisamente a los esfuerzos poco o nada exigentes en la reducción de esta variable: en los últimos años con crecimientos reales superiores al 2% en la producción, desde 2015 hasta ahora, en ninguno de los ejercicios el descenso de la deuda ha sido de dos puntos como establece la Ley de Estabilidad Financiera. En 2017, en concreto, el descenso ha sido de solo 0,7 puntos porcentuales, desde el 99% al 98,3% del PIB.
Los expertos consideran que el umbral a partir del cual la deuda pública empieza a condicionar de forma contractiva la actividad y a encarecer la financiación pública y privada es del 80%, aunque se trata de un nivel variable en función de otras consideraciones. En el caso de España su integración en la UEM podría permitir endeudamientos más elevados sin drenar financiación y crecimiento.
La dificultad de España para reducir sus pasivos públicos son las tensiones del gasto público, que están latentes en una sociedad que quiere llegar a los estándares europeos de protección social y de cualificación de sus infraestructuras físicas, y que se manifiestan en parte en los idearios de los partidos políticos más populistas. Unas reivindicaciones que, como las de la izquierda tradicional en el pasado en toda Europa, las sociedades irán absorbiendo en el Presupuesto público.
El gasto público en España ha oscilado en los últimos 25 años entre el 38,4% y el 46,2% de la riqueza, con el umbral bajo en 2003 y el máximo en 2009, cuando se disparan los gastos por la crisis (sociales y financieros), y que coincide con los máximos en el déficit fiscal (11,1% del PIB), puesto que también camina en paralelo un hundimiento de los ingresos tributarios regulares y extraordinarios. Además de los efectos del ciclo sobre la variable, que han sido más intensos, han tenido una notable incidencia las políticas de los distintos gobiernos, con cifras más bajas de gasto con la derecha y más elevada con la izquierda, como muestra más palpable de la aplicación práctica de sus convicciones ideológicas.
Tanto en bonanza como en crisis se han mantenido por debajo de los niveles de los grandes países europeos en cuyo espejo se mira España, con un diferencial de entre tres y cuatro puntos. Ahora el nivel de gasto público sobre riqueza España ocupa uno de los últimos lugares de la UEM (el cuarto por el final) con más gasto que la media en intereses y desempleo; excluidas tales partidas, ocupa el penúltimo lugar, según revela un informe reciente de FEDEA. En términos per cápita incluso cuando más expansivo era el gasto en España (2010) se cifraba en 10.373 euros, muy por debajo de los 14.036 de media europea, según el servicio de estudios de BBVA.
Lo lógico es que tal “déficit de gasto” se cierre con los años, aunque para ello el incremento debe ser financiable, condición que exige, primero, una reducción más intensa del déficit y deuda, y, ulteriormente, una elevación de los ingresos por ampliación de bases imponibles, la búsqueda de otras nuevas o por subida de los tipos de los tributos y las cotizaciones; eso que los políticos quieren decir cuando dicen en campaña que van a bajar los impuestos
Las brechas más significativas de gasto están allí donde se manifiestan las demandas sociales encauzadas por colectivos profesionales, sindicatos y partidos políticos. La factura de la protección a la vejez supone en España el 9,8% del PIB, frente a un 11,1% en la UE, un 13% en Francia y un 14,2% en Italia, según los datos de Eurostat. Y es precisamente en esa partida donde el crecimiento será más intenso en los próximos años por el envejecimiento de la población estimado, que puede llegar a acaparar un gasto cercano al 14% del PIB.
En tales valores se sitúan las reformas planteadas ahora por sindicatos y partidos de izquierda, tal como las han expuesto en el Pacto de Toledo, aunque también ahora son de imposible financiación. El sistema de pensiones ya tiene un agujero anual de casi 20.000 millones de euros, que solo puede cerrarse con una creación más intensa de empleo y una subida en los tipos de cotización personales, puesto que las bases medias de cotización (salarios) están estancadas por la devaluación salarial, y el crecimiento estimado para este año, por ejemplo, es de solo un 1,1%.
Hay también brechas importantes en sanidad (dos puntos de PIB), ayudas a la vivienda y la familia (otros dos puntos), y en políticas educativas.En euros por habitante el gasto en protección ronda los 5.300 euros en España y llega a los 7.100 en Europa, con más de 10.000 en Francia y 9.500 en Alemania. Trechos muy fuertes como para ser absorbidos en poco tiempo con la crisis fiscal latente de España, pero que aflorarán ya en la financiación autonómica que está en revisión.
Dado que preservar el control del déficit para reducir la deuda es inexcusable, y que los tipos de interés terminarán subiendo porque no pueden estar eternamente en el cero (elevando la factura financiera más modesta de la historia que ahora es del 2,6% del PIB), la única vía para atender el avance tendencial del gasto es la mejora muy notable de los ingresos públicos. Aunque todos los impuestos tienen un marcado carácter cíclico, salvo la contribución urbana que grava los inmuebles, conviene reforzar aquellos con menos variabilidad para evitar crisis súbitas de recaudación que desequilibren las cuentas e incrementen la factura financiera.
Si en gasto España tiene una brecha de cuatro puntos con la UEM, en ingresos el diferencial es muy similar en condiciones de bonanza, pero más intenso con las crisis. El desplome de la imposición ligada a la vivienda marcó la tendencia de los recursos en la crisis, lo que impulsó la pérdida de ingresos al doble de la producida en Europa.
En consumo España sigue siendo de los países de la UEM con menos recursos generados por IVA en función de su PIB (el tercero). Y este es uno de los asuntos que deben resolver los gobiernos en una economía muy volcada en los servicios y con altísimos niveles de elusión fiscal. Las medidas de control de pagos en efectivo y el giro generacional hacia el uso de tarjetas y móvil como medios de pago aflorará lentamente una parte de tal elusión, ahora de las más altas de Europa. Nunca habrá cuantificación oficial de la economía sumergida, pero algunos expertos la sitúan en torno al 15%, cuya afloración aportaría un notable volumen de ingresos adicionales.
Un informe de AIREF detalla varios motivos por los que la elasticidad de la recaudación sobre la evolución del PIB es inferior a 1 (la ausencia de inflación que frena el avanca de salarios y cotizaciones; la orientación de la economía hacia la exportación, que merma los ingresos por IVA; y la brecha abierta entre bases imponibles y bases contables en Sociedades), lo que aconseja buscar alternativas para gravar e ingresar.
Además de no dejar un euro sin someter a impuestos, serán precisas nuevas figuras tributarias sobre hechos económicos nuevos, además de un control muy estricto sobre los nuevos formatos de comercialización. Y desde luego será inevitable elevar las cotizaciones que financian las pensiones, y acercar la presión fiscal general e individual a las tasas europeas, pues hay recorrido en IRPF y en IVA.