Una campaña de emociones para ocultar un gran fracaso
Tras una gestión desastrosa del ‘procés’, y una factura muy pesada, sobran las razones para el desengaño en Cataluña
La emoción es más fuerte que la razón, porque es fácil para la primera controlar la reflexión, y en cambio es muy difícil que el pensamiento racional controle la emoción”. El neurocientífico Joseph Ledoux es uno de tantos expertos que se empeñan en abrirnos los ojos: la especie humana no es tan racional como presume. Lo que hacemos más a menudo es construir argumentos ex profeso para justificar lo que nos está dictando nuestro yo más visceral.
El nacionalismo catalán apuesta toda la campaña del 21D a la carta emocional. Porque, se mire como se mire, la gestión del procés ha sido un desastre. Lo tienen que ver, si se atienen a los hechos, hasta los más incondicionales. La riqueza de los catalanes, sus empleos, los ingresos de los negocios, su prestigio en el mundo están acusando ya un deterioro que puede continuar o agravarse. La concordia está hecha trizas. Las instituciones autonómicas, intervenidas o paralizadas. Y, sin embargo, el centro del debate político no es cómo recuperar la normalidad institucional, social y económica, cómo salvar la convivencia frágil de una sociedad con distintas sensibilidades hacia lo nacional, no, no se habla de esto, al menos no en el bando de los que quieren rentabilizar el sentimiento de humillación. Tratan de poner todo el foco en el artículo 155, la persecución judicial, resucitan el fantasma de Franco, cultivan la división social. Manda lo identitario: nosotros contra ellos.
Si tuviéramos un debate racional y sereno, hasta los más nacionalistas estarían pidiendo explicaciones a unos líderes que en nombre de la patria les han llevado a este precipicio. No se entiende la indulgencia con quienes mentían cuando les hacían creer que la república estaba al alcance de la mano, que se puede burlar el Estado de derecho, que la vía unilateral llevaba a algún sitio idílico, que de un día a otro Europa les reconocería y nadarían en prosperidad. Son las bases nacionalistas, aquellos que han participado ilusionados en las Diadas o se han llevado algún porrazo el 1-O, los que tendrían más motivos para el desencanto. Pero hay un factor emocional que provoca el efecto contrario: los dirigentes que han demostrado su incapacidad son encarcelados o están fugitivos, y eso no ha generado disturbios como se temía en un principio, pero sí un sentimiento de solidaridad, de repliegue, de reacción frente al agravio, de adhesión a la tribu en la derrota.
El fenómeno es comprensible. Entra dentro de lo previsto. No tanto algunas de sus derivadas. Resulta que la campaña está beneficiando más a Puigdemont, que escapó a Bruselas para no correr la misma suerte que los suyos, que a Junqueras, un mártir más creíble, quien sigue entre rejas porque no renegó de su plan ante el tribunal tanto como Forcadell o Romeva, por poner dos ejemplos.
El acelerón hacia la independencia de los meses de septiembre y octubre (las dos leyes de desconexión, el referéndum y la declaración unilateral de independencia) deja un balance indiscutible: fracaso rotundo. Proclamaron una república que nadie ha reconocido, y que ni siquiera ellos debían creerse del todo, porque para el día siguiente no tenían preparado nada. Que salgan diciendo ahora (ante los jueces) que la declaración de independencia era “simbólica” es el colmo del cinismo. Nadie puede considerar un mero gesto esa Constitución provisional y chapucera llamada Ley de Transitoriedad, que se aprobó de madrugada en desafío frontal y expreso a toda la legalidad española y catalana. Cuando debían ser consecuentes con ella y aplicarla de verdad (algo muy serio: tomar las fronteras, los aeropuertos y puertos, los cuarteles) les entró el temblor de piernas. Hecha la foto de la DUI, se quedaron esperando a ver qué hacía el Estado. Que hizo lo único que podía hacer a esas alturas. Activar el 155. De la forma menos traumática posible: llamando a las urnas de inmediato.
Pasado un tiempo desde los desafortunados (y manipulados) incidentes del 1-O, el relato del Estado opresor no se sostiene. No ha sido por el 155 por lo que han entrado en prisión los exmiembros del Govern, sino porque el Tribunal Supremo (y antes la Audiencia Nacional) ve delitos graves en sus actuaciones contra el orden constitucional. Su suerte habría sido la misma si no hubieran sido destituidos, porque su aforamiento no les habría librado del Supremo. Tampoco ha sido el 155 lo que ha obligado a devolver las obras de arte del Tesoro de Sijena: ha sido una resolución judicial la que lo ha establecido, y su ejecución sí es firme, aunque quepa recurso. La misma justicia que ha fallado contra el museo de Lleida es la que ordenó hace años llevar a Barcelona los papeles de Salamanca tras una polémica similar. El Estado de derecho es eso, señores.
En el plano económico, el balance es igual de desolador o incluso peor, porque su efecto será más duradero. El dinero se alarmó ante la inseguridad jurídica (¿a quién deberemos pagar ahora los impuestos?, ¿estaremos dentro o fuera de la UE?) y salió despavorido. Barcelona era el mayor polo industrial del Estado, una notable plaza financiera (con más sedes de bancos que Madrid), la capital editorial en castellano, un destino turístico sin igual; ya no lo es. Se han ido 3.000 empresas, incluidas las más grandes: Sabadell, CaixaBank, Gas Natural, Catalana Occidente, Planeta, muchas que llevaban la catalanidad en el ADN y en el nombre. La inmensa mayoría no va a volver, como nunca regresaron las que se fueron de Quebec. La Agencia del Medicamento se ha perdido para siempre. Durante dos meses consecutivos, el empleo empeora notablemente. No es tan rápida la desbandada de empresas industriales, porque una fábrica no se mueve como una financiera, pero Esade dice que el 46% de compañías ha paralizado inversiones. Aún no conocemos toda la factura; se va a pagar durante varios años, quizás décadas.
¿Dónde ha quedado eso de “La economía, estúpido”, el consejo del asesor James Carville al candidato Bill Clinton en las presidenciales estadounidenses de 1992? ¿Es que la ruina de Cataluña no influye en esos sectores moderados y pragmáticos del catalanismo antes dominantes? ¿Es que no se va a votar con la cabeza (que incluye el bolsillo) sino con las tripas?
Algo puede estarse moviendo. Hay un nacionalismo preocupado seriamente por la deriva del procés, aunque en buena medida mantenga la fidelidad de su voto. Y sobre todo ha aparecido un españolismo que estaba oculto, no iba a votar ni se manifestaba en la calle, y que esta vez sí encuentra motivos para movilizarse.
Lo que vaticinan las encuestas (y estas elecciones parecen particularmente difíciles de prever dada la fragmentación y la elevada temperatura ambiental) es una participación récord, superior al 80%. Ese es el factor que puede cambiar el mapa. Por lo demás, los expertos no ven señal alguna de transferencia de voto entre bloques (hoy más rígidos que nunca: o independentistas o constitucionalistas, con los comunes en tierra de nadie).
Ninguno de los bloques tiene opciones de superar el 50% del voto, quizás ni siquiera rebasen el 45%. Aún así, no descartemos que los nacionalistas logren mayoría de escaños. Gobernarán o no, pero el apoyo a la independencia está cada día más lejos de una mayoría consistente, muy por debajo de los porcentajes que Canadá exigiría a Quebec para negociar una secesión, el ejemplo que tanto les gusta. Se agudizaría así un declive que se inició ya cuando Artur Mas adelantó elecciones en 2012 buscando una mayoría aplastante de CiU que hoy es impensable. Desde que todo el nacionalismo es independentista, va a menos.
El escenario más probable hoy es un empate entre los bloques. Ciudadanos y ERC se disputan el trono de fuerza política más votada. Una victoria de Inés Arrimadas tendría un fuerte impacto en la opinión pública. Ha jugado a su favor que Junts pel Si se haya dividido entre ERC y (tramposa marca) Junts per Catalunya. Y ya veremos, por cierto, si esas dos listas van a entenderse después del 21D: Puigdemont sigue empeñado en que es el único legitimado para ser president, lo que implica un desprecio al nuevo Parlament y en especial a ERC, presionado para ceder otra vez la presidencia cuando su fuerza es mayor que la de su aliado. No se habrán presentado por separado para hacer eso.
Sorprende la forma en que el cartel de víctima puede reforzar a un líder mediocre y sin carisma. El mismo Puigdemont que fue elegido de rebote tras el descarte de Mas, el mismo al que vimos vacilante en aquella entrevista con Jordi Évole, ahora es ovacionado en los pabellones cuando aparece en el plasma. Su discurso es cada vez más extravagante: un día europeísta y otro eurófobo; su vecindad con los nacionalistas flamencos parece estar acentuando cierto perfil xenófobo. Es el más insistente en dibujar una España negra y autoritaria tan de ficción como su república. Y, sin embargo, ahí está: su candidatura no va a sufrir el desplome que los sondeos preveían para el PDeCat, la marca que borró. Le ayuda que, en ausencia del preso Junqueras, el rostro visible de ERC, Marta Rovira, tampoco sea nada convincente (también suspendió la prueba de Salvados).
El nacionalismo ya no tiene un plan. Lo fía todo al victimismo. En esta campaña su programa se resume en tres puntos: levantar el artículo 155 (habían tenido muy fácil evitarlo), sacar a los presos (eso solo está en manos del Supremo, y nadie les librará del juicio) y, aquí el discurso se vuelve de repente muy confuso, tratar de hacer cumplir el “mandato” y avanzar hacia la república. Esa que ya habían proclamado. No dicen cómo. Pronuncian menos la palabra unilateral porque ya han vivido las consecuencias de tomar el camino contrario a la ley.
Ha pasado poco tiempo para permitir al nacionalismo catalán replantearse sus objetivos y, sobre todo, sus estrategias. Si pierden la mayoría el mensaje de los catalanes será demoledor para ellos. Pero tampoco si consiguen recuperar el poder podrán seguir con su hoja de ruta, fracasada sin remedio. Y es altamente probable una situación de ingobernabilidad, de vetos cruzados que prolonguen muchos meses la vigencia del 155 y lleven incluso a la repetición electoral. En algún momento tendrán que dar pasos hacia el realismo. Porque su mundo mágico ya se desvaneció.
Han jugado con fuego. Cuando en una comunidad existe una división tal sobre la identidad nacional, pensar que el “queremos votar” resolvería el debate era una temeridad. Lo apropiado en esos casos (se hizo así en Irlanda, así se está haciendo en Euskadi) es ir construyendo consensos, hallar soluciones que puedan ser aceptables por las partes aunque impliquen grandes dosis de ambigüedad sobre principios que parecían irrenunciables. En Bruselas son maestros en eso, miren el acuerdo del brexit.
Poco a poco debe irse abriendo paso lo razonable. Claro que, escribió el periodista científico Javier Sampedro, “nuestra consciencia, ese hilo narrativo único, lineal y movido por la razón y el libre albedrío que todos experimentamos cada minuto de nuestras vidas, es un engaño aún mayor que todos los delirios de los chamanes”. Que el debate público se dirija a las emociones, como la publicidad, es propio de este tiempo de política espectáculo. Es un fracaso para los que aún creemos en los valores de la Ilustración, que edificaron las democracias modernas. Los que queremos sostener el futuro en el conocimiento y aborrecemos la posverdad. Los que preferimos rendir culto a la diosa razón que a todos los demonios del romanticismo.