Cataluña no va a ser Irlanda: está más cerca de Italia
Los inversores no contemplan ni remotamente una independencia efectiva. Sigue el negocio como siempre. La economía por un lado, la política por otro
En nombre de Dios y de las generaciones muertas de las cuales recibió su vieja tradición y nacionalidad...”. En la Semana Santa de 1916, en plena Primera Guerra Mundial, revolucionarios irlandeses declararon la independencia de Reino Unido y trataron de formar un Gobierno provisional en Dublín. El Ejército británico solo tardó cinco días en aplastar la insurrección, y poco más en ejecutar tras juicio sumarísimo a sus líderes. Pero el segundo intento, justo después de las elecciones generales del 18 de diciembre de 1918, sí dio efectos. 73 de los 105 diputados electos en Irlanda renunciaron a ocupar sus escaños en Westminster y crearon un Parlamento propio (el Dáil Éireann). El 21 de enero se refrendó, esta vez sí, la independencia de la isla. Lo que siguió fue una guerra con la entonces primera potencia del mundo (dos años y medio), después una guerra civil (un año más) y la partición de la isla (por la cual los condados de mayoría protestante permanecieron leales a Londres, y hasta hoy).
A finales de los años sesenta se desató otra espiral de violencia (The Troubles) que causó más de 3.500 muertes entre el terrorismo del IRA y de los paramilitares unionistas y la acción de las fuerzas británicas (como el Bloody Sunday de 1972). Así pasaron tres décadas hasta la paz del Viernes Santo, el Easter otra vez, de 1998. Hubo coletazos del terror. El proceso aún es frágil. En el Norte ondean banderas distintas según el barrio. Se han ido quitando los muros entre vecindarios. Ahora preocupa que el brexit obligue a imponer controles en lo que es una frontera invisible entre las dos Irlandas. Se ve como un paso atrás en la reconciliación.
El independentismo de Cataluña cita mucho el ejemplo de Kosovo, una de las raras ocasiones en que la comunidad internacional aprobó una secesión sin gran base jurídica, pero legitimada en la solidaridad con un pueblo amenazado de genocidio. Y se mira en Escocia y Quebec, que celebraron referendos pactados (en los que, por cierto, el triunfo del no nunca es definitivo, porque se pueden repetir). Pero el nacionalismo catalán no suele referirse a la República de Irlanda, aunque hoy sea un próspero país integrado en la UE, porque su caso revela que las proclamaciones unilaterales de independencia las carga el diablo y pueden desembocar en conflictos tan cruentos como duraderos. No sería ilusionante, claro, anunciar un proceso como el del último siglo en Irlanda.
Afortunadamente, el procés está más cerca de otro episodio de la historia reciente mucho menos trágico, casi cómico. Ocurrió en Italia, que por el momento no se ha roto. El 15 de septiembre de 1996, en los muelles de Venecia, el líder de la Liga Norte, Umberto Bossi, arrió la bandera tricolor de la República (“¡Pliéguese y mándese a Roma!”) y proclamó con solemnidad la independencia de Padania, la nación que incluiría a todas las regiones de la mitad norte de la península italiana, precisamente las más ricas. El lema: "Roma ladrona" (¿les suena a algo?).
Las primeras medidas del líder del imaginario Estado fueron dictar una Constitución transitoria, formar un Gobierno provisional (que presidía su mano derecha, Roberto Maroni), y lanzar una “oferta formal al Gobierno italiano de suscribir un tratado de separación”. Más inquietante, se anunció la formación de una Guardia Nacional Padana, en realidad los camisas verdes de la Liga Norte, milicia de siniestras reminiscencias fascistas.
En noviembre de 1997 se constituyó el autodenominado Parlamento padano, surgido de unas seudoelecciones convocadas por la Liga Norte. A la primera sesión, en el castillo de Chignolo Po, del siglo XII, acudieron invitados internacionales (entre ellos el PNV). Bossi sentenció que el proceso no tenía vuelta atrás.
Nadie se tomó en serio la prolongada bufonada de la Liga Norte, formación política rabiosamente xenófoba, insolidaria y antieuropea. Solo otros ultras, los de la Alianza Nacional, se contramanifestaban por la unidad de la patria y en busca de algún protagonismo.
Bossi se libró de ser juzgado por subversión separatista porque el Parlamento no permitió su procesamiento. Y es que se había aliado con Silvio Berlusconi. Cuando este ganó las elecciones de 2001, fue nombrado ministro para la Reforma Institucional. Pasó una década al lado de Il Cavaliere, hasta su aparatosa caída en 2011. Bossi no se salvó de otras condenas de los tribunales, una de ellas por ultraje a la bandera (“La uso para limpiarme el culo”, dijo textualmente), otra por insultar al jefe del Estado y la última, este mismo verano, de dos años de prisión por apropiarse de fondos de su partido. La Cámara padana reaparece cada cierto tiempo sin lograr eco alguno.
¿Creen que las empresas de la industriosa Milán, o de ese Turín que creció alrededor de la poderosa Fiat, prestaron atención al riesgo de secesión de un territorio que en teoría abarcaba sus sedes centrales? En absoluto. Es un cliché muy repetido que en Italia la economía va por un lado y la política por otro. Es así. El país ha mantenido una de las economías más dinámicas de Europa occidental sobreponiéndose a todo tipo de despropósitos políticos: una infinidad de Gobiernos inestables y multipartitos desde 1945 hasta el desmoronamiento del sistema por la corrupción (Targentópolis) en los noventa, luego las frivolidades de Berlusconi y sus extraños aliados, su relevo por los tecnócratas de Monti al borde del rescate, el fiasco del referéndum de Renzi. Ahora gana fuerza la posibilidad de que el populista Movimiento 5 Estrellas, que prometía un referéndum para salir del euro, sea el más votado en las próximas elecciones.
Al mundo económico italiano lo que le preocupa de verdad es el saneamiento de los bancos. Los negocios siguen en marcha en cualquier caso. En inglés se dice business as usual.
Ninguna empresa se inmutó cuando Bossi proclamó la independencia de Padania
No hay un personaje tan estrambótico como Bossi en Cataluña, pero lo ocurrido esta semana en el Parlament ha tenido mucho de esperpento. Una mayoría justita de diputados, que no alcanzaría para reformas menores en el Estatut, tramita y aprueba a toda prisa dos leyes supremas, que se declaran por encima de cualquier otra norma. Sin informes previos, contra el criterio de sus juristas, sin la firma del secretario, sin apenas debate ni capacidad de presentar enmiendas. Y de inmediato se llama a un referéndum decisivo en tres semanas cuando no existe censo público e impugnable, ni junta electoral, ni garantías de ningún tipo. Se atropella así no ya la legislación española y la catalana, sino el derecho internacional. Este referéndum no pasaría la prueba de observadores externos como los que se envían a países mucho menos desarrollados.
La chapuza política y jurídica ha dejado en la más absoluta soledad a los promotores de la independencia exprés fuera de su parroquia más fiel. Ningún apoyo fuera de Cataluña (salvo Bildu y similares), mucho menos en el extranjero. Hasta la primera ministra independentista de Escocia se desmarca: ellos sí hacen esas cosas desde la legalidad. La UE advierte a Cataluña de forma expresa de que tras la secesión se quedarían fuera, aunque las nuevas leyes juegan a la ficción de que la flamante República seguirá dentro.
En el mundo económico esa soledad es evidente. Por prudencia, por no meterse en líos, por miedo a boicoteos de unos o de otros, casi ningún empresario quiere significarse a favor ni en contra del procés. Predomina el silencio o, cuando se dice algo en público, es para pedir diálogo. “Que resuelvan esto los políticos”, es la frase más escuchada. En privado, nadie, ni en las compañías ni en los mercados financieros, da crédito al procés. No se ha contemplado ni como remota la opción de que la independencia sea efectiva. Matizo: algunos ejecutivos sí están haciendo papeles de escenarios posibles, porque se lo piden desde las multinacionales. Incluso se han hecho planes sobre cómo reorganizar la actividad para aislar el negocio catalán del resto en una situación extrema. Los bancos, que tienen la necesidad imperiosa de operar desde dentro de la zona euro, estarían listos para mover su sede si se llegara a lo peor.
Pero no se llegará a lo peor. Saben que el insensato voluntarismo secesionista no vencerá al Estado con todo su poder. Se ve con incomodidad un escenario de alta tensión política, pero no se cree que en cuestión de semanas vaya a haber una frontera, una Hacienda catalana, menos aún un Ejército como el que dice Puigdemont que les hará falta (¿para defender su integridad territorial?).
No sería la primera vez que el mercado se equivocara en sus cálculos, pero hoy por hoy los pronósticos son unánimes. Si España de verdad estuviera a punto de la secesión de su comunidad más rica (18,9% del PIB), y fuera a perder por completo la recaudación fiscal que aporta, el Estado estaría a un paso de un ajuste brutal, si no de la suspensión de pagos. ¿Qué opinan de eso los inversores? Están tan tranquilos que compran títulos del Tesoro a tipos mínimos (1,5% a diez años) o incluso negativos (-0,3% a dos años), es decir, que pagan para que el Estado amenazado de ruptura inminente les guarde el dinero. Y no prestan un euro a Cataluña, pero más por insolvente que por rebelde.
“Si los inversores se lo creyeran [la independencia] estarían vendiendo España como locos y no es así”, nos dijo esta semana un gestor. Fitch tachó de “poco verosímil” la secesión, aunque le preocupa, a quién no, el conflicto político. Y apunta como solución una mejora de la financiación de Cataluña. No bastaría, pero ayudaría.
Otro indicador de la confianza empresarial en que no habrá ruptura es que se ha mantenido con vigor la inversión extranjera en Cataluña: más de 5.000 millones en 2016. Si hay otras inversiones paradas hasta que se aclare el panorama no se puede demostrar, aunque así lo cree la CEOE. La inyección desde las multinacionales no llegaría si se pensara que este mismo otoño Cataluña estará fuera no solo de España, sino de la UE. Nada espanta al capitalismo como la inseguridad jurídica.
Por suerte, Cataluña no va por el camino de Irlanda. No se prevé una escalada de violencia que no desea ninguna de las partes. Sin embargo, hay señales de grietas en la concordia social. Como esa campaña de la CUP cuyo lema despierta escalofríos: Assenyalem-los. Señalémoslos. A los “colaboracionistas” (así se les llama en el libro Perles catalanes) y a los “equidistantes” (gente como Jordi Évole). O como la utilización de la manifestación contra el terrorismo, tras los brutales atentados, para lucir las esteladas y abroncar a las autoridades del Estado. También daña mucho su causa la foto de esa diputada quitando con rabia las banderas españolas dejadas por la oposición, junto a las catalanas, en sus escaños vacíos.
Por pacíficas que sean las vías del secesionismo, dinamitar la legalidad que ha hecho posible la democracia, el autogobierno y la convivencia de que tanto se presume en Cataluña es irresponsable. Basta de jugar con fuego. La historia reciente nos da ejemplos trágicos.
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