Estos son los cinco jinetes de la deflación
Los bancos centrales no podrán doblegarla; sus tentáculos son muy poderosos. La tecnología, la globalización comercial y el envejecimiento aplanan los precios
Las más recientes declaraciones de los gobernadores de los grandes bancos centrales explicitan las dudas sobre la generación de inflación, un fenómeno por el que llevan varios años peleando con la política monetaria más heterodoxa que se recuerda, pero que se resiste. Hace unas semanas Janet Yellen en EE UU y esta pasada Mario Draghi en Fráncfort han admitido, con su lenguaje retorcido, que los ritmos para normalizar las políticas monetarias deberán prolongarse, porque la inflación no termina de despegar, y sus elementos subyacentes, su núcleo duro, siguen en tasas tan bajas que aconsejan mantener la guardia alta. Por ello, EE UU retrasará las subidas de tipos y Europa revisará en septiembre su política de compras de deuda para prolongarla, y mantendrá los tipos en el cero por una temporada más dilatada.
Este proceso cuasiexperimental de expansión monetaria se produce por los profundos cambios en el comportamiento de la inflación, mucho más moderada que en el pasado, y por el riesgo cierto de caer en las procelosas aguas de la deflación que surgió con la crisis financiera, y que generaría perjuicios de mucha mayor dimensión que los que pueda ocasionar la inflación. Si la inflación devalúa la riqueza, la deflación la destruye, ataca a su creación y puede enrolar a la economía en una recesión devastadora. Por ello, las autoridades monetarias han echado el resto para derrotar a un fantasma de consecuencias desconocidas, pero han constatado que aún respira e iverna, y puede reaparecer en cualquier momento, a juzgar por el aplanamiento de los precios de producción y consumo.
La globalización de la economía ha cambiado el comportamiento de los agentes económicos y de la formación de precios, pero todo apunta a que lo hará más en el futuro. Por tanto, el trabajo de los bancos centrales no acabará nunca, y tendrán que mantener las alertas de manera permanente. Las raíces de la desinflación (retroceso lento de las tasas de inflación) y la deflación (caída de precios por periodos prolongados) son muy profundas, y estirpar ambos fenómenos será una tarea larga.
Los condicionantes que han desacelerado la inflación en los últimos años son muchos; pero todos ellos son hijos de unos pocos fenómenos que irradian deflación en la economía global, que tienen un carácter estructural, y cuyo influjo se intensificará en décadas venideras. Son los particulares jinetes de la deflación, que tendrán efectos asimétricos en cada zona monetaria e industrial, pero que obligarán a mantener siempre la escopeta de los banqueros centrales cargada para atenuarlos. Se trata de 1) la apertura plena de las economías al comercio mundial, con grandes países emergentes exportando deflación; 2) la globalización financiera y tecnológica, que abarata hasta límites llamativos los procesos productivos; 3) la revisión de los modelos energéticos tradicionales, que lleva las fuentes fósiles cerca de la irrelevancia; 4) la expansión de la economía colaborativa en los servicios; y 5) el vertiginoso envejecimiento demográfico en las economías maduras, que limita la demanda y no presiona sobre los precios.
Desde que la economía aplanó la tierra y desdibujó las fronteras, China por sí sola ha inundado los mercados de manufacturas a precios inasumibles para sus competidores occidentales, y ha forzado un proceso de intensa desinflación en los precios de producción en todo el mundo para poder aguantar el paso competitivo a los nuevos jugadores. Mientras Europa y EE UU aplanan sus crecimientos, los del gigante asiático han coqueteado con el doble dígito durante veinte años, y lo seguirán haciendo otros tantos, porque su crecimiento potencial estará siempre alimentado por la demanda mundial y la nativa, cuasi ilimitada dada su reserva demográfica.
La globalización financiera y tecnológica pone al alcance de todas las economías un intenso uso tecnológico, que es un abaratador imparable de los procesos productivos, y, por ende, un motor de deflación constante, cuyo trabajo no ha hecho otra cosa que comenzar. La digitalización de la economía está en mantillas en muchas zonas, incluso en las industrializadas, y sus efectos contractivos sobre los precios serán también muy intensos.
La revolución tecnológica ha puesto contra las cuerdas al mayor riesgo de inflación desde los conflictos bélicos de los setenta del siglo pasado, el petróleo, cuyos precios se han derrumbado. Aunque pueden producirse repuntes en el futuro por el manejo político del cartel de productores, su aportación a la economía se limitará, mientras que otras fuentes de energía más baratas y más limpias ganarán terreno.
En la provisión de servicios la extensión como una mancha de aceite de la economía colaborativa ha vuelto del revés muchas actividades, precisamente aquellas más resistentes a la competencia, con descensos de precios espectaculares. Y el último gran jinete deflacionista es el envejecimiento demográfico en los países más maduros, en Europa y EE UU, que limita doblemente la demanda: menor necesidad de consumo, e incremento instintivo del ahorro para el retiro, reduciendo de forma muy importante la presión sobre los precios.
Todos estos fenómenos han cambiado el comportamiento de parámetros económicos que la doctrina consideraba inamovibles. Así, tal como recuerda un artículo del servicio de estudios del Banco de España (noviembre de 2016), la elasticidad entre salarios y beneficios con la inflación se ha modificado, y hasta el punto de que los márgenes contrarrestan el efecto del salario sobre los precios finales, y lo habría hecho con mayor intensidad en la recuperación.
Destaca también, y no es despreciable, el efecto desacelerador que tiene para los precios el hecho de que los agentes económicos se atengan a las expectativas de inflación de los bancos centrales, un hecho que, además, refuerza la credibilidad de los propios gobernadores. Y tiene un sitio destacado, con presencia intensa en economías como la española, el proceso de devaluación salarial sobrevenido por la crisis, el elevado paro y la búsqueda de competitividad con reducción de costes. Incluso el fenómeno conocido como deflación salarial embalsada, experimentada en EE UU, es deflacionista. Consiste en la aceptación de salarios más bajos por parte de los parados provocados por una inicial resistencia de los empleados a reducir su renta.
Y no puede perderse de vista la presión antiinflacionista que ejerce el nivel de deuda de las economías, que detrae recursos para el consumo e impide el activismo keynesiano del gasto público, y los propios tipos de interés tan bajos, que reducen las rentas del ahorro.
José Antonio Vega es Adjunto al Director de Cinco Días