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Directivos

El dinero da la felicidad, pero no para siempre

Tras cubrir las necesidades básicas, la riqueza no siempre se traducen en bienestar

Thinkstock
Manuel G. Pascual

La relación entre felicidad y riqueza ha traído de cabeza a economistas, sociólogos, psicólogos y otros pensadores. Un reciente estudio publicado en la revista Developmental Psychology sostiene que las personas con mayor renta son menos dadas a sentirse solas. Es uno más entre una multitud de trabajos que tratan de medir el impacto que tiene el dinero en la percepción del bienestar. Las conclusiones de la mayoría de estos informes reman en una misma dirección: en una situación de pobreza, cualquier incremento en la renta redunda en mayor felicidad. Sin embargo, una vez alcanzados unos ingresos que garanticen un nivel básico de comodidad y seguridad, los aumentos posteriores de riqueza aportan cada vez menos sensación de bienestar. O incluso pueden provocar que esta se reduzca.

El economista Richard Layard sostiene en su libro Happiness: Lessons from a New Science (Penguin, 2004) que 20.000 dólares brutos al año es la cantidad que marca la frontera en EE UU. Todo lo que sea acercarse a esa cifra aporta felicidad; pero si se supera, el incremento de bienestar que se produzca será inferior que antes. Un estudio más reciente (2010), publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, subraya que los ingresos afectan al bienestar emocional, pero que a partir de los 75.000 dólares anuales los incrementos de renta dejan de tener efecto. La Oficina Nacional de Estadísticas del Reino Unido, por su parte, concluyó en 2015 que “el nivel de bienestar personal de los individuos está fuertemente relacionado con la riqueza de la unidad familiar a la que pertenezca”. La satisfacción personal y la sensación de felicidad, dice este estudio oficial, son mayores a medida que aumenta la renta.

¿Por qué el dinero llega a perder importancia una vez rebasadas las necesidades básicas? La psicología tiene su propia respuesta. “La habituación consiste en que los estímulos que generan placer, si se repiten en el tiempo, dejan de dar placer”, apunta el psicólogo Jesús Matos, especialista en gestión de la tristeza y desarrollo de la persona. El valor de un capricho reside en su escasez: en el momento en que nos demos uno todos los días, pierden empuje.

También hay datos que llevan a pensar que el nivel de ingresos no tiene demasiado que ver con el de felicidad percibida. Según destaca Layard, aunque el estadounidense medio gana hoy el doble que en 1957, el porcentaje de los que se declaraban entonces “muy felices” ha descendido del 35% al 30%. Otro informe destaca que el nivel de satisfacción vital medio en ese país era en los años 40, una época en la que muchas viviendas ni siquiera tenían agua corriente, de un 7,5 sobre diez; la nota dada a principios de esta década se sitúa en el 7,2.

Un estudio fija en 75.000 dólares los ingresos a partir de los que ganar más no aporta felicidad

La mitad del bienestar que percibimos tiene que ver con nuestra predisposición genética, otro 40% con las rutinas y el 10% con las circunstancias que nos rodean”, añade Matos. La clave es cómo invertimos el dinero. “Si se emplea en comprar cosas nuevas, aumenta la dependencia de los artículos. Si se dedica a vivir experiencias, el bienestar percibido es mayor”, apunta el psicólogo.

Lo que parece claro tras los numerosos trabajos publicados es que la felicidad no se puede comprar. “Un sabio dijo una vez que todo lo que se puede contar nunca te llevará a la felicidad. El dinero no es un fin, es un medio. Quien gane la lotería estará inmensamente contento en un primer momento, pero pruebe a hablar con él o ella al cabo de cinco años”, espeta Simon Dolan, profesor del departamento de dirección de personas y organización de Esade. Un estudio de otra escuela de negocios, en este caso el IESE, revela que precisamente los ganadores de grandes premios en juegos de azar califican sus actividades diarias como menos placenteras que el resto.

Y ahí está una de las claves. El descubrimiento en los años 90 de las neuronas espejo nos enseñó que la empatía de los seres humanos pesa y mucho. “El ser humano es un ser social. Si lo aislamos durante un tiempo, lo más normal es que se deprima”, apunta Matos. Por eso la desigualdad de ingresos de la sociedad afecta también a la percepción de felicidad. Jeremy Rifkin asegura en su libro La sociedad de coste marginal cero (Paidós, 2014) que la pobreza es un generador de insatisfacción y que la disparidad genera desconfianza entre pobres y ricos, lo que repercute en menor bienestar para ambos. Así, mientras que en EE UU el 56% de los ciudadanos afirmaba en los años 60 que la mayor parte de la gente era de fiar, quienes hoy sostienen lo mismo solo suman el 33%. Casualmente, el país norteamericano se ha convertido en este tiempo en el tercero más desigual de la OCDE, solo superado por Chile y México.

El premio no tiene por qué ser en metálico

¿Cómo puede afectar la discusión sobre el efecto del dinero en la felicidad a la gestión de empresas? Por ejemplo, en la configuración de los paquetes retributivos. Los que reciben los sueldos más altos encontrarán poca utilidad en pequeñas aportaciones adicionales. “Yo valoraría más que el bonus, en vez de pagármelo en metálico, me lo dieran en forma de un viaje para mí y mi mujer por el mismo importe”, sentencia Dolan. Por supuesto, quienes cobren menos preferirán recibir el premio en efectivo.

Existe abundante literatura que certifica el efecto negativo del materialismo en la percepción de bienestar. El psicólogo estadounidense Tim Kasser demostró en su libro The High Price of Materialism (The MIT Press, 2002) que “las personas que valoran mucho las posesiones y la riqueza comunican menos bienestar psicológico que las que no se preocupan tanto por estas cosas”. Tener de todo no lleva a la felicidad. Quizá por eso hay encuestas, como la de Gallup, que colocan a África como el continente más feliz del mundo.

Sobre la firma

Manuel G. Pascual
Es redactor de la sección de Tecnología. Sigue la actualidad de las grandes tecnológicas y las repercusiones de la era digital en la privacidad de los ciudadanos. Antes de incorporarse a EL PAÍS trabajó en Cinco Días y Retina.

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