Qué gana y qué pierde Europa con el ‘brexit’
El escepticismo británico es un ingrediente fundamental de la construcción europea
En 1876, Bismarck escribió en su diario: “Siempre que me encuentro con la palabra Europa, viene de políticos que quieren conseguir algo que no se atreven a pedir en nombre propio”. En parecidos términos está discurriendo en Reino Unido el debate sobre el brexit: los británicos se preguntan sobre las ventajas e inconvenientes de permanecer en la UE. A unos días de la celebración del referéndum, conviene hacerse la pregunta inversa: ¿qué ganamos y qué perdemos los europeos con la permanencia de Reino Unido? Mi respuesta, de forma resumida, es que el papel de Reino Unido en Europa es bastante más importante de lo que normalmente se piensa.
Apenas existen dudas de que una salida británica provocaría fuertes turbulencias financieras, incrementando la volatilidad en los mercados de divisas y valores y fragmentando de nuevo los mercados de renta fija europeos, entre Centroeuropea y la periferia. En general, sin embargo, existe la percepción de que la salida de Reino Unido aligeraría el vuelo de la construcción europea en el medio y largo plazo, libre ya por fin del pesado lastre del euroescepticismo británico.
Mi opinión es justamente la contraria: el escepticismo británico es un ingrediente fundamental de la construcción europea. Quizás los mejores matrimonios son los que se construyen sobre el amor incondicional, pero seguramente los siguientes en la lista son los que se asientan en el escepticismo diario. Nada robustece más una relación que tener a uno de los cónyuges preguntándose cada día si merece la pena seguir juntos. Es la mejor manera de encontrar las razones para hacerlo. A principios de los noventa, los británicos encontraron su particular cruzada en la liberalización de los mercados de bienes y servicios. Algunos sectores, como los de electricidad y gas, seguramente seguirían en toda Europa en manos de viejos monopolios verticalmente integrados sin la presión anglosajona a favor de su liberalización. Algo parecido ocurrió con la lucha contra el cambio climático, donde el liderazgo internacional de la UE tuvo una evidente influencia anglosajona desde sus orígenes. Europa es una de las construcciones más acabadas de lo que los norteamericanos llaman checks and balances: remar en diferentes direcciones a veces provoca una frustrante parálisis, pero casi siempre garantiza una discusión abierta de las diferentes alternativas, el ensayo de un amplio espectro de políticas públicas y la búsqueda de las mejores soluciones para los intereses generales.
Para algunos, como es mi caso, Europa tiene además una dimensión que trasciende los intereses puramente materiales. Europa nació como una aspiración colectiva de convivencia en un continente arrasado, física y moralmente, por dos guerras mundiales. Cuando el Ejército británico se embarcó en las playas de Dunkerque, hundido y derrotado, Churchill prometió seguir luchando en las playas, en los campos, en las calles y las colinas. Es imposible no reconocer que aquel conjunto de valores que prometía defender constituye justamente lo que hoy llamamos Europa.
No quisiera terminar sin una reflexión más general. La campaña a favor del brexit en Reino Unido ha sido abanderada por Nigel Farage y el partido UKIP. No es casualidad que su éxito coincida con el de Donald Trump en EE UU o el de Pablo Iglesias en España. Esta idea, por cierto, no es mía: los propios dirigentes de Podemos han reconocido sus raíces peronistas o el hilo que les une al Frente Nacional francés. Que el populismo haya brotado en unos países en la derecha política y en otros en la izquierda responde probablemente a los ropajes morales y a los miedos atávicos de cada sociedad, que han llevado a construir un relato de enemigo común que, según el país, ha sido el inmigrante, el musulmán o a la denominada casta. Sin duda, el riesgo más grave del populismo es que se materialice. Pero el segundo riesgo más importante es que su amenaza latente impida ver sus causas: es innegable que las heridas abiertas por la crisis económica han provocado un deterioro de nuestro modelo de convivencia social y, en particular, de la confianza ciudadana en las instituciones. Cuanto antes empecemos la reconstrucción de nuestro tejido institucional, mejor. Senado, diputaciones provinciales, el funcionamiento interno de los partidos, Consejo General del Poder Judicial, organismos reguladores, etcétera. ¿De verdad es tan difícil ponerse manos a la obra?
Isidoro Tapia es MBA por Wharton.