Berlín sopesa entonar el réquiem por Volkswagen
Ni la crisis financiera del euro ni el drama humanitario de los refugiados. El legado de Angela Merkel como canciller de Alemania podría quedar marcado de manera indeleble por el caso Volkswagen, un fraude industrial de incalculables dimensiones que amenaza la supervivencia de la mayor automovilística de Europa.
Más allá de la factura económica del fraude, que podría dispararse por encima de los 50.000 millones de euros, la histórica compañía parece condenada a una operación de reestructuración y saneamiento que apunta hacia la apertura de su accionariado (blindado por el capital público y las familias fundadoras), la renovación de su modelo de gobierno (con políticos y sindicalistas en el consejo de administración, como en las antiguas cajas de ahorro españolas) e, incluso, a la redención por la vía de una fusión con alguna otra automovilística extranjera.
Gran parte del sector automovilístico europeo ya ha tenido que buscar alianzas con compañías estadounidenses para superar los embates de las periódicas crisis. Pero la mítica VW, con un 25% del mercado europeo y un 12% del mundial, ha resistido en solitario con una docena de marcas en siete países europeos (entre ellas, Seat en España). Cercada por el escándalo, la compañía radicada en Wolfsburg (Baja Sajonia), tal vez no pueda resistir en solitario.
Ninguna de las soluciones (reestructuración, renovación o fusión) es políticamente sencilla porque Volkswagen no es una compañía más, sino un reflejo de la historia reciente de Alemania. Pero el Gobierno alemán, según fuentes europeas, no está dispuesto a que el escándalo dañe de manera irremisible el prestigio mundial de la industria alemana en todo el planeta. Y Berlín, según esas fuentes, cortará de raíz el contagio aunque sea a costa de renunciar al peculiar modelo de organización y accionariado que diferencia a Volkswagen del resto de empresas del planeta.
Expertos jurídicos añaden que la propia compañía no tendrá muchas otras opciones, pues la onda expansiva del escándalo seguirá creciendo a menos que se adopten medidas muy tajantes y se alcance un acuerdo con los afectados que permita hacer borrón y cuenta nueva. Esas fuentes auguran que los litigios venideros aflorarán nuevos detalles sobre la manipulación que no permitirán a Volkswagen seguir actuando como si nada hubiera pasado. Por lo pronto, la cotización bursátil ya ha caído un 40% en solo tres semanas y las agencias de calificación (S&P y Moody’s) han rebajado el rating de la compañía.
Los grandes fondos de inversión ya han olido la pieza y ha comenzado la campaña para que Volkswagen renuncie al blindaje que permite al Gobierno de Baja Sajonia, con un 20% de las acciones, frenar la entrada de cualquier socio o capital no deseado.
La prensa internacional también se hacía eco la semana pasada de la presión de algunos inversores para que el consejo de administración de VW se profesionalice y se airee con miembros independientes y a ser posible de fuera de Alemania.
La canciller Merkel, consciente del peligro, también ha empezado a distanciarse. En un primer momento, tras revelarse en EE UU la manipulación de las emisiones de NOx en motores diésel (el 18 de septiembre), el Gobierno alemán cerró filas con la automovilística y aceptó la explicación que achacaba el fraude a un puñado de empleados. Pero a medida que aumenta el escándalo (la semana pasada VW confesaba que también había falseado las emisiones de CO2 en motores de diésel y gasolina), Berlín endurece el tono.
La canciller alemana ha advertido a la compañía que la credibilidad de la marca Alemania depende de las medidas que adopte VW para recuperar la confianza de consumidores y autoridades. Si la respuesta de Wolfsburg no es del todo convincente, Berlín parece dispuesto a entonar el réquiem por una de las compañías más singulares del mundo.
Pocas empresas tienen un currículum tan cargado de historia y simbología como Volkswagen, cuya biografía presenta casi tantas heridas como el país donde nació y el continente sobre el que ha levantado su imperio.
A sus casi 80 años, Volkswagen ha sufrido y sobrevivido al abrazo fraternal y letal de Hitler, a 1.000 toneladas de bombas de los aliados al final de la II Guerra Mundial, a las crisis cíclicas del sector o a las arremetidas de la Comisión Europea contra su gobernanza corporativa y sus prácticas comerciales...
Ningún enemigo parecía demasiado grande para la mastodóntica compañía (casi 600.000 empleados en todo el mundo). Pero la picadura de un software casi invisible ha puesto de rodillas al gigante. Y las autoridades alemanas sopesan si merece la pena ayudar al herido o si es mejor sacrificarlo. Cualquier cosa con tal de evitar que el estigma Volkswagen dañe a las empresas farmacéuticas, aseguradoras, aeronáuticas, navieras o industriales que hacen de Alemana el tercer país exportador del mundo, solo por detrás de China y EE UU.
Bruselas guarda mientras tanto un respetuoso y atemorizado silencio, a la espera del veredicto del Gobierno de Merkel. Hace años, cuando todavía se atrevía a enfrentarse con Berlín, la Comisión libró importantes batallas sobre Volkswagen, a la que impuso multas de hasta 90 millones de euros por prácticas anticompetitivas y obligó a reducir el control público sobre la compañía. Pero la Comisión sabe que esta vez no se trata solo de una infracción grave, que pueda solventarse con un castigo más o menos ejemplar (la superación de los límites de CO2 puede acarrear multas de entre 5 y 95 euros por vehículo). Ahora, se trata de elegir entre un icono del siglo XX o la industria del siglo XXI. Y la decisión solo pueden adoptarla los más allegados.