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Columna
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El déficit oculto

La obsesión por el ajuste de los desequilibrios públicos ha generado una falta de preocupación por los que se acumulaban en el sector privado, destaca el autor. En su opinión, debería haberse definido la estabilidad de forma más amplia, incluyendo los desajustes del conjunto de la economía

Tras la acentuación de los estragos de la crisis, y junto a una excesiva histeria sobre sus resultados inmediatos, comienzan a aparecer análisis de las razones últimas de los problemas actuales. Creo que, en estos momentos, existe un amplio consenso acerca del papel jugado por los excesos del crédito al sector productivo y a los hogares. De hecho, cuando se comparan las cifras de crecimiento del PIB nominal entre 2001 y 2007 con las del crédito interno, las razones de nuestros actuales problemas aparecen mucho más evidentes. Así, el monto total de ese crédito (a empresas y familias) en 2001 se situaba en el entorno de los 625.000 millones de euros. Seis años más tarde, en diciembre de 2007, alcanzaba la astronómica cifra de los 1,8 billones. Es decir, el crédito total ha presentado un aumento cercano al 180% entre 2001 y 2007, cuando el PIB nominal escasamente creció un 50%.

La desagregación de estas cifras todavía es más ilustrativa de las hipertróficas generadas en estos años prodigiosos. En el caso de los hogares, el monto total ha pasado de 294.000 a 817.000 entre las mismas fechas, un crecimiento próximo también al 180%. Pero en el caso de las empresas de la construcción y de las inmobiliarias el incremento ha sido del 418% (desde 88.000 a 456.000 millones de euros), mientras que el resto de las empresas no financieras presentaron avances más moderados (desde 242.000 a 486.000, un aumento del 101%). Esta formidable explosión del endeudamiento privado debe contraponerse a la reducción del efectuado por el sector público. Así, sus pasivos totales aumentaron suavemente entre 2001 y 2007, desde 409.000 a 430.000 millones de euros.

A la luz de estos datos, dos conclusiones emergen con claridad. La primera, que el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento ha sido un éxito. Firmado en los años previos al lanzamiento del euro, su objetivo era limitar el alcance de las políticas fiscales y armonizar, dentro de lo posible, los déficits (y la deuda) de los distintos sectores públicos. Con ello se pretendía poner un dique a la única fuga de agua que el andamiaje de la Unión Monetaria podía generar, dada la ausencia de una política fiscal común.

Pero la segunda reflexión no es tan favorable a los resultados del Pacto. Como en tantos otros ámbitos, se creyó que el mercado disciplinaría la actuación del sector privado y que sólo era menester controlar el del público, que se rige por otros criterios. Ello ha sido un error. Y lo ha sido porque no se supo, o no se pudo, prever lo que podría suceder con el endeudamiento de hogares y familias en países con ritmos de crecimiento muy dispares. De esta forma, la política monetaria única ha generado distorsiones en algunos países (Irlanda y España, en especial) al no poner cortapisas al aumento de la deuda de familias y empresas.

¿Qué podía haberse hecho? A la luz de lo sucedido, está ahora claro que considerar sólo el desequilibrio financiero del sector público fue, en el mejor de los casos, parcial. La obsesión, justificada todo hay que decirlo, por el ajuste de los desequilibrios públicos generó una falta de preocupación por los que se acumulaban en el sector privado.

En este contexto, debería haberse definido la estabilidad de forma más amplia, incluyendo los desequilibrios del conjunto de la economía. Ello hubiera ayudado a evitar que en el mismo momento en que España presentaba superávits públicos, el déficit del sector privado se situara en el entorno del 12%. Una necesidad de financiación jamás contemplada en la historia del país que, junto al superávit público, arrojaba un saldo final negativo cercano al 10% del PIB, es decir, unos 100.000 millones de euros en los últimos años.

Una definición del Pacto de Estabilidad que hubiera incluido, entre las magnitudes a considerar, el saldo exterior del país hubiera obligado a los Gobiernos de los países deficitarios a practicar políticas fiscales contractivas, bien elevando la carga fiscal, bien conteniendo el gasto público, como mecanismo de compensación de los desequilibrios de hogares y empresas.

De hecho, la consideración estricta del sector público como el único sobre el que se debe controlar sus finanzas ha transferido al sector privado parte de los problemas que se querían evitar. Porque, al fin y al cabo, en una economía globalizada y en un sistema monetario único, lo que es relevante no es tanto el saldo fiscal del presupuesto, sino el desequilibrio agregado ahorro-inversión. En las tensiones que se han observado las últimas semanas sobre la calificación de las emisiones españolas, ese aspecto es central para situar la solvencia del país.

Desde un punto de vista macroeconómico, la mejora en el déficit público, y su transformación final en superávit, apartó parcialmente del debate los profundos desequilibrios que se estaban generando en el privado. Convendría que, para las reformas que esta crisis ha de comportar, no olvidáramos esta historia. Hay más de un déficit. Y alguno queda parcialmente oculto.

Josep Oliver Alonso. Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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