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Breakingviews
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los países ricos caen en una trampa de deuda

Deben apartar imponentes obstáculos, como la falta de coordinación entre la política fiscal y la monetaria

Cumbre del G7 en Hiroshima (Japón), en mayo. De izquierda a derecha, Charles Michel (Consejo Europeo), Giorgia Meloni (Italia), Justin Trudeau (Canadá), Emmanuel Macron (Francia), Fumio Kishida (Japón), Joe Biden (EE UU), Olaf Scholz (Alemania), Rishi Sunak (Reino Unido) y Ursula Von der Leyen (Comisión Europea).
Cumbre del G7 en Hiroshima (Japón), en mayo. De izquierda a derecha, Charles Michel (Consejo Europeo), Giorgia Meloni (Italia), Justin Trudeau (Canadá), Emmanuel Macron (Francia), Fumio Kishida (Japón), Joe Biden (EE UU), Olaf Scholz (Alemania), Rishi Sunak (Reino Unido) y Ursula Von der Leyen (Comisión Europea).EFE

Mil millones por aquí, mil millones por allá”, dijo el senador por Illinois Everett Dirksen sobre el déficit presupuestario de EE UU a mediados de los sesenta, “y muy pronto estarás hablando de mucho dinero”. El senador tendría que hacer algunas recalibraciones rápidas si se enfrentara a las finanzas públicas estadounidenses de hoy. El mes pasado, la Oficina Presupuestaria del Congreso informó de que el déficit del Presupuesto federal para el año fiscal que finalizó el 30 de septiembre había alcanzado los 1,7 billones de dólares. Es decir, cerca del 7% del PIB. Poco después, el FMI pronosticó que el déficit se mantendrá al mismo nivel durante al menos los próximos cinco años. Mientras, la deuda pública se ha triplicado desde los tiempos del senador, hasta situarse en torno al 120% del PIB.

Los inversores no parecen compartir el sentido de la ironía de Dirksen ante estas cifras gargantuescas. Tras una fuerte subida a lo largo de 2022 y una posterior estabilización en el primer semestre de este año, el mercado de bonos del Tesoro de EE UU se ha vuelto a liquidar bruscamente en los últimos tres meses, empujando enérgicamente al alza los retornos de los bonos a largo plazo. Las últimas sesiones de negociación han estado al borde de las turbulencias, con el retorno de los bonos a 30 años por encima del 5% en medio de oscilaciones intradía de 20 puntos básicos o más.

Exigir rendimientos más altos puede ser una respuesta racional al aumento del déficit y la deuda. Pero el nerviosismo de los inversores también empeora la situación. Los gastos de intereses del Tío Sam se dispararon en un tercio, hasta los 711.000 millones, en el año fiscal 2023, más que la factura total de Medicaid y poco menos que el gasto en defensa de un año. A diferencia de muchas empresas y hogares, el Gobierno no se aferró a los bajos tipos de interés de la última década emitiendo deuda a largo plazo, prefiriendo en su lugar inclinar la financiación hacia letras y bonos a corto. Esta estrategia lo ha dejado muy expuesto al alza de tipos. Hace dos semanas, el legendario inversor Stanley Druckenmiller la calificó de “la mayor metedura de pata de la historia del Tesoro”.

Puede que no sea una exageración. El temor que acecha a los mercados es que el Gobierno de la mayor economía del mundo –y el emisor de su única verdadera moneda de reserva– corra el riesgo de caer en una trampa de deuda, a medida que un círculo vicioso de mayores costes de endeudamiento y mayores déficits envíe el stock de deuda a una espiral ascendente incontrolada.

Esa preocupación está empezando a catalizar un cambio en el importantísimo mercado de la deuda pública de EE UU. Normalmente, los inversores en títulos oficiales de renta fija del país se dedican principalmente a la monótona tarea de valorar las próximas medidas políticas de la Fed. Ahora, intentan apuntar a la cuestión existencial de si la deuda pública es sostenible.

¿Cómo deben afrontar los inversores este ejercicio desconocido? La clave reside en evaluar el limitado abanico de opciones de que dispone el Gobierno para poner bajo control su gigantesca deuda. Dados los apuros similares de otras economías desarrolladas, la cuestión también afecta directamente a otros miembros del G7.

El marco convencional para analizar la sostenibilidad de la deuda es un modelo sencillo que combina los tres factores esenciales que determinan la trayectoria de la deuda pública en proporción al PIB: la tasa de crecimiento de una economía; el llamado saldo fiscal primario del Gobierno, que excluye el coste del servicio de la deuda; y el tipo que paga el Gobierno por su deuda pendiente.

Así pues, la primera vía para volver a la sostenibilidad es lograr un mayor crecimiento. Si el PIB real se acelera, el denominador de la ratio de deuda hace el trabajo. Desgraciadamente, impulsar la productividad global de la economía es difícil. La fórmula de Biden de impulsar el gasto detrás de un muro de protección comercial puede aplanar la ratio de deuda a corto plazo. Pero la historia del populismo económico demuestra que tiende a dejar una desagradable resaca. Si EE UU tiene un déficit del 7% del PIB cuando la economía crece a un ritmo anual de casi el 5%, como ocurrió en el último trimestre, los inversores tienen razón al preguntarse a cuánto ascendería el déficit en caso de recesión.

La segunda vía para salir de la trampa de la deuda es apuntar al superávit fiscal primario, eligiendo una combinación de recortes del gasto y subidas de impuestos que estabilice la deuda pública. Estos parámetros están bajo el control del Gobierno, al menos en teoría. Pero los países del G7 afrontan a retos conocidos. Gran parte del gasto que genera déficit está relacionado con los derechos sociales de poblaciones envejecidas, que son difíciles de recortar. Mientras, los impuestos en países como Gran Bretaña ya son históricamente altos.

Queda, pues, la tercera vía para la sostenibilidad de la deuda: mantener bajos los tipos reales. En la práctica, esto implica represión financiera: la práctica de obligar a las instituciones financieras, y en última instancia al propio banco central, a satisfacer las necesidades de financiación del Gobierno por debajo del tipo de interés de equilibrio del mercado. Se permite que la inflación se dispare, pero se mantienen bajos los costes de financiación. Si se sigue durante demasiado tiempo, es una estrategia que puede corroer gravemente la profundidad y la eficiencia de la intermediación financiera. Pero a corto plazo, permite a un Gobierno controlar la ratio de deuda sin austeridad fiscal, e incluso si el crecimiento es lento. Dada la situación de partida de muchos países, puede que sea la opción menos mala.

Pero esta vía para salir del atolladero también está bloqueada, esta vez por los propios responsables de la política monetaria. Lejos de ponerse del lado de los Gobiernos para allanar el camino hacia la sostenibilidad de la deuda, los bancos centrales están haciendo lo contrario, aferrándose religiosamente a los mandatos de objetivos de inflación y endureciendo las condiciones de financiación para consumidores, empresas y Gobiernos por igual. La semana pasada, el Banco de Japón –el último banco central del G7 que deliberaba sobre el control de los tipos a largo plazo– dio marcha atrás en su política de control de la curva de retornos.

La dificultad práctica de conjurar el crecimiento a largo plazo, la intratable política del equilibrio primario y la ausencia institucionalizada de coordinación entre la política fiscal y la monetaria es una mezcla potencialmente explosiva. Hasta que EE UU y los demás miembros del G7 aparten estos imponentes obstáculos, los acreedores tienen justificación para correr hacia la salida. En efecto, los Gobiernos están atrapados en la clásica trampa de la deuda.

Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías

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