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A Fondo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Que 100 años no es nada… si la liquidez abunda

El exceso de ‘cash’ en busca de su destrucción explica misterios como que Argentina siga pudiendo pedir prestado

Juan Ignacio Crespo
Argentina
El candidato a la presidencia de Argentina Javier Milei, en un mítin en Buenos Aires, el 25 de septiembre.CRISTINA SILLE (REUTERS)

Todo el mundo sabe que en Argentina pasan por una crisis económica, financiera y cambiaria crónica. Desde la época en que toda (o casi toda) Iberoamérica entró en suspensión de pagos de su deuda exterior, allá por los años 1982-1987, en Argentina apenas han pasado por breves períodos de alivio. Pero eso no ha sido óbice, valladar ni cortapisa para que Argentina haya seguido recibiendo, casi puntualmente, préstamos desde el extranjero, unas veces en forma de rescates perpetuos llevados a cabo por el Fondo Monetario Internacional (a cambio de fantasiosos planes de ajuste y fabulosas expectativas de propósito de la enmienda) y, otras, con dinero procedente de inversores privados, y, en particular, de los llamados institucionales (fondos de inversión de todo jaez).

El do de pecho lo dio la República Argentina hace solo seis años, en 2017, cuando contra toda lógica de la inversión conservadora, pudo hacer una emisión de obligaciones con vencimiento a 100 años. La emisión, por un total de 2.750 millones de dólares, tuvo una fuerte demanda (superó los 10.000 millones) por parte de inversionistas a los que, por lo visto, les encanta bailar con su dinero, o con el dinero que gestionan, en la cuerda floja, esperando a ver si en el año 2117 recuperan el dinero invertido, mientras, con suerte, cobran, año tras año, el tipo de interés del 7,12% prometido. México, que tampoco es manco, y que también ha dado a sus inversores algún que otro no pequeño susto, no es que se quedara atrás, y emitió bonos con vencimiento en 2115 (son 1.500 millones de dólares al 4%).

¿Cuál es el secreto para que prestatarios con una reputación tan poco edificante pudieran acceder a préstamos a tan largo plazo?

Habría que responder a esa pregunta con otra pregunta más: ¿y cuál es el secreto de que la capitalización de un animal mitológico del siglo XXI conocido como bitcóin y al que podríamos llamar la nada digital consiguiera superar el billón (trillion) de dólares?

La respuesta es bien conocida: un exceso de liquidez en busca de su destrucción. O en busca, simultánea, de una operación filantrópica consistente en que, por unos vasos comunicantes, puro arte de birlibirloque, se produzca una transferencia de riqueza de unas entidades manirrotas a otras.

Mientras Argentina se debate en shock a la espera de las próximas elecciones presidenciales, en que el candidato Javier Milei pudiera ser investido para llevar a cabo el gran experimento anarcocapitalista de la historia, el resto de la humanidad se contorsiona entre la abundancia de dinero en circulación y los primeros compases de una recesión global tan anunciada como lenta en hacer su aparición. Una recesión que, a juzgar por los PMI (índices de gestores de compras) provisionales del mes de septiembre, avanza sin prisas, pero sin pausas en la zona euro, y aumenta su presión para llegar a EE UU y China.

Que el exceso de liquidez es apabullante se puede ilustrar de diversas maneras, y una de las más interesantes y llamativas es hacerlo con el enfoque del Instituto Global McKinsey, que ha estimado que a finales de 2022 la riqueza neta global ascendía a 630 billones (trillions) de dólares. A finales de 2019, había llegado a 510 billones, lo que quiere decir que en los tres años de la pandemia 2020-2022 esa riqueza creció 120 billones.

Es decir, durante la pandemia de Covid-19, el ritmo de crecimiento de la riqueza global neta se aceleró fuertemente, de tal modo que, si entre el año 2000 y el 2019 creció a un ritmo medio anual de 18 billones de dólares, durante la pandemia el crecimiento medio anual de la riqueza fue de 40 billones.

Naturalmente, en eso ha tenido mucho que ver la política de los Gobiernos en apoyo de las economías, que, según los cálculos del FMI, ascendió a 16 billones de dólares, entre gasto público directo, avales a las empresas y tomas de participación empresarial. Su parcial correlato fue el crecimiento del balance agregado de los bancos centrales, que pasó entre marzo de 2020 y marzo de 2022 de 19,8 a 31,3 billones de dólares.

Nuestra era se caracteriza, pues, por una combinación de cuerno de la abundancia en guisa de bancos centrales e inflación del precio de los activos, junto con la actividad manirrota de los Gobiernos, que parecen tener por norma el gastar, gastar, que el mundo se va a acabar. De modo que, por ejemplo, en EE UU, el endeudamiento del Tesoro ha aumentado en un billón de dólares en tan solo los tres meses transcurridos desde que se elevó el techo de la deuda.

Causa pavor por ello la pregunta de cómo va a refinanciar el Estado americano los 7,6 billones de dólares de deuda pública que le vencen en los próximos 12 meses. Pero ¡reine la calma! Los mismos tenedores de esa deuda serán los encargados de la refinanciación. ¿Qué otra cosa, si no, podrían hacer con su dinero?

Las finanzas mundiales se mantienen, por tanto, en un fino equilibrio que no debería hacernos temer gran cosa. Excepto que se produzca alguna obstrucción súbita, por razones que nunca quedan bien explicadas, en los mecanismos de transmisión de las políticas monetarias. Como sucedió en septiembre de 2019 y en marzo de 2020. Entonces sí, veremos algo más que llanto y crujir de dientes, además de buenos propósitos farisaicos, y no solo en Argentina.

Juan Ignacio Crespo es estadístico del Estado y analista financiero

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