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Breakingviews
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El poder económico de EE UU es potente pero inestable

La historia demuestra que la interdependencia financiera no evita necesariamente los conflictos

Estados Unidos
Personal del Pentágono (Arlington, Virginia, EE UU), ayer, recordando el 11S.SHAWN THEW (EFE)

Durante los últimos 15 años, el iPhone ha sido un tótem del poder económico de EE UU. La popularidad global del omnipresente teléfono de Apple sirve de recordatorio mundial del ingenio y la pericia tecnológica de Silicon Valley. Pero para algunos parece haberse convertido en una amenaza. Hace poco, China ha ordenado al personal de los organismos del Gobierno central que deje de utilizar estos dispositivos en el trabajo, informó Reuters el jueves, y la prohibición podría extenderse también a las autoridades regionales.

Aunque las razones por las que Pekín se ha enemistado con Apple no están claras, el simbolismo es difícil de ignorar. El iPhone debe gran parte de su éxito a la fabricación de bajo coste en China. Si este se está poniendo duro con la empresa, es un potente indicador de las cada vez más frías relaciones con EE UU. También subraya la dificultad de revertir dos décadas de integración económica.

Cuando China se incorporó a la Organización Mundial del Comercio, a finales de 2001, muchos líderes políticos saludaron la medida como un gran paso adelante, no solo para la economía mundial, sino también para la coexistencia pacífica. Los países con intereses económicos compartidos tenían menos probabilidades de convertirse en adversarios. Sin embargo, durante las dos décadas siguientes, EE UU utilizó cada vez más su posición dominante en la tecnología y las finanzas mundiales como arma de política exterior, lo que provocó que otros países tomaran represalias.

La teoría de que la interdependencia económica disuade de los conflictos tiene una larga historia. Ya en 1909, el historiador inglés Norman Angell publicó La gran ilusión, que sostenía que los países europeos tenían demasiado que perder yendo a la guerra. En pocos años, ese sueño murió en los campos de batalla del norte de Francia, junto a millones de hombres.

Cuando terminó la Guerra Fría, en 1989, el concepto volvió a resurgir. A medida que nuevas naciones se incorporaban a la economía internacional capitalista y caían las barreras al comercio y las finanzas, los mercados y las multinacionales parecían más poderosos que muchos Gobiernos. Los conflictos amenazaban el lucrativo flujo transfronterizo de dinero y mercancías. En 1996, el columnista del NYT Thomas Friedman articuló lo que denominó la teoría de los arcos dorados de la prevención de conflictos. La irónica hipótesis estipulaba que dos países lo suficientemente desarrollados como para mantener un McDonald’s no lucharían entre sí. El presidente ruso Vladimir Putin, entre otros, demostró más tarde que estaba equivocado.

Incluso mientras los defensores de la globalización la celebraban, los sistemas interconectados se convirtieron en escenario de encarnizadas batallas. Quizá lo más significativo fue que Washington se dio cuenta de que podía utilizar internet para espiar a sus adversarios, y el sistema financiero para someterlos.

El dominio de internet por parte de EE UU le permitió espiar llamadas telefónicas y correos electrónicos de todo el mundo, un proceso que pasó prácticamente desapercibido hasta que el contratista de la Agencia de Seguridad Nacional Edward Snowden dio la voz de alarma en 2013. Mientras, el Tesoro de EE UU se dio cuenta de que podía excluir a enemigos como Corea del Norte e Irán del sistema mundial de pagos basado en el dólar, al tiempo que obligaba a las instituciones financieras de otros países a aplicar sus políticas.

Henry Farrell y Abraham Newman describen vívidamente este cambio en Underground Empire: How America Weaponized the Global Economy (Imperio subterráneo: cómo convirtió EE UU la economía mundial en un arma). Los autores, profesores respectivamente de Johns Hopkins SAIS y de la Universidad de Georgetown, ambas de Washington DC, explican cómo la invisible red de protocolos informáticos y cables submarinos no se construyó deliberadamente como herramienta de poder estatal. De hecho, las autoridades de EE UU se mostraron inicialmente reacias a ejercer su autoridad sobre bancos y gestores de fondos extranjeros. Pero los atentados del 11S, solo tres meses antes de que China ingresara formalmente en la OMC, amplificaron la urgencia de perseguir a los enemigos de EE UU.

El fenómeno que los autores denominan “interdependencia armada” se ha extendido desde entonces. Años antes de que Pekín expresara sus dudas sobre los iPhones, Washington utilizó sanciones financieras y tecnológicas para atacar a Huawei. Los reguladores de EE UU impusieron una enorme multa a BNP Paribas por eludir las sanciones impuestas a Sudán, Irán y Cuba. Cuando Putin invadió Ucrania, EE UU y sus aliados iniciaron un enorme aluvión de sanciones, expulsaron a la mayoría de los bancos rusos de la red de pagos Swift y abrieron un nuevo frente al congelar una gran parte de las reservas del banco central de Moscú.

Más recientemente, la Administración Biden ha impuesto controles a las exportaciones de tecnología para impedir que China desarrolle sofisticados semiconductores. Lejos de escapar a las garras del control gubernamental, “la propiedad intelectual estadounidense resultó ser un largo y casi invisible sedal, con brillantes señuelos y anzuelos cebados que las empresas extranjeras mordisquearon y engulleron”, escriben Fa­rrell y Newman. La tendencia del capitalismo a producir un puñado de empresas gigantes, muchas de ellas con sede en EE UU, ayudó a las sucesivas Administraciones a ejercer su autoridad.

Sin embargo, el problema de armar los pasillos del comercio mundial es que anima a otros a contraatacar. La prohibición china del iPhone, aunque de alcance limitado, es el último de una serie de intentos de reducir la dependencia de Pekín de la tecnología de EE UU, incluidos Windows y los chips de Intel. El país también ha flexionado sus músculos restringiendo las exportaciones de galio y germanio, usados para fabricar microprocesadores. La guerra financiera emprendida contra Rusia ha dado un nuevo impulso a los intentos, hasta ahora estancados, de desarrollar un sistema financiero alternativo que no dependa del dólar. La UE también está aplicando la voluntad de ­Washington. Francia, Alemania y otros países se unieron a EE UU para castigar a Putin, pero a sus autoridades también les preocupa que un futuro presidente estadounidense, tal vez un retornado Donald Trump use las mismas herramientas contra sus antiguos aliados.

No está claro dónde acabará este enfrentamiento. Aunque las autoridades han dejado de hablar de la “desvinculación” de EE UU con China en favor de la más benigna “reducción de riesgos”, los políticos siguen dispuestos a ver armas potenciales y vulnerabilidades en todos los aspectos de la interdependencia. EE UU y Europa están creando más capacidad para fabricar sus propios chips, al tiempo que les preocupa depender en exceso de las baterías para vehículos eléctricos hechas en China.

Resulta difícil imaginar una ruptura total de los vínculos económicos entre China y EE UU. El statu quo también es frágil. “No hay una salida visible del imperio subterráneo”, concluyen Farrell y Newman. “Cada túnel que parece conducir fuera acaba volviendo sobre sí mismo”. Se suponía que el sistema surgido tras la Guerra Fría reduciría el peligro de conflicto, pero en vez de eso, el riesgo de una cara confrontación sigue creciendo.

Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías

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