¿Cómo se resuelve un problema como la IA? Gravándola con impuestos
La inteligencia artificial puede enriquecer a las empresas y dejar a millones de personas sin empleo. Es una ecuación que hay que resolver
¿Puede la inteligencia artificial escribir una canción sobre hamburguesas al estilo de Taylor Swift? Sí, en cuestión de segundos. ¿Y compensar los importantes trastornos que con toda probabilidad causará a la mano de obra mundial? Seguramente tendrán que pasar años. Los responsables políticos y los economistas ya están debatiendo cómo regular la inteligencia artificial, y las empresas se apresuran a averiguar la manera de rentabilizar tecnologías como ChatGPT. Una pregunta menos emocionante, pero también importante es cómo gravarlas.
Las probabilidades de que la inteligencia artificial generativa vuelva a un cajón son escasas. Dado que puede realizar rápidamente tareas cognitivas que los seres humanos hacen despacio, y que está perfeccionando muy deprisa sus aptitudes, mejorará cada vez más las capacidades de los trabajadores, o las sustituirá. Los economistas de Goldman Sachs calculan que se podría automatizar el 18% del trabajo mundial, y que el 7% de la mano de obra estadounidense podría ser sustituida por ella. Un informe dirigido por la investigadora de OpenAI Tyna Eloundou indica que las tareas de la mitad de los trabajadores podrían encontrarse “expuestas” a los llamados grandes modelos lingüísticos.
Es poco probable que la pesadilla de que los trabajadores queden obsoletos a causa de las máquinas acabe haciéndose realidad. La idea de la masa de trabajo, según la cual solo existe una cantidad determinada de trabajo para repartir y, por tanto, el que se le da a una máquina hay que quitárselo a una persona, no está avalada por la experiencia de saltos tecnológicos anteriores, como el automóvil o internet. Se han creado nuevos puestos de trabajo, y los trabajadores se han reciclado o han sido trasladados.
Pero la reconversión tarda tiempo, posiblemente muchos años. Según Goldman, si bien a partir de la década de 1950 la creación de empleo igualó más o menos la cantidad de puestos de trabajo destruidos por las innovaciones, la situación cambió en la década de 1980. Un ejemplo claro de las fricciones que se producen es el impacto de China que tuvo lugar cuando, a principios de la década de 2000, las exportaciones baratas del país asiático dejaron sin empleo a miles de trabajadores estadounidenses y vaciaron sus comunidades. El efecto se estabilizó casi por completo en 2010, y a la larga, los productos más baratos y la demanda china ayudaron a crear millones de nuevos empleos en el sector servicios. Pero el resentimiento por los puestos de trabajo estadounidenses perdidos a manos de la República Popular seguía manifestándose en las urnas al cabo de una década.
El reto, por tanto, es amortiguar el golpe para los trabajadores que quedan excluidos, aunque sea temporalmente. Se trata de un dilema de una clase distinta, ya que quienes van a chocar con la inteligencia artificial no son los trabajadores de las fábricas, sino los empleados de la economía del conocimiento, como los abogados y otros profesionales de los servicios. Desde el punto de vista geográfico, pueden estar más centrados en las grandes ciudades que en las pequeñas comunidades. También son relativamente más ricos, lo que les da peso político.
Es probable que el dinero sea la respuesta: subsidios de desempleo, asistencia sanitaria, e incluso ingresos en metálico. Y puede que la renta básica universal, transferencias de efectivo incondicionales sin previa comprobación de los recursos, vuelva a estar sobre el tapete. Ahora bien, si se necesita la generosidad de los gobiernos, el momento no podría ser peor. Los políticos de Estados Unidos ya están enfrentados por el techo de la deuda autoimpuesto, y se prevé que la deuda federal alcance casi el 120% del PIB en una década. Países europeos como España, Francia e Italia tienen una deuda que supera el 100% de su PIB, y los tipos de interés están subiendo casi en todas partes, lo cual encarece los préstamos.
Además, aunque la inteligencia artificial traerá consigo ganancias inesperadas, muchos países no las gravan tan eficazmente como deberían. Según cálculos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), un dólar de pérdida de ingresos de un trabajador bien remunerado priva a los gobiernos estadounidenses, tanto estatales como locales, de unos 30 céntimos en impuestos, pero un dólar de costes ahorrados para una empresa procura tan solo 21 céntimos en ingresos por el impuesto de sociedades. Los dividendos también contribuyen al fisco, pero solo alrededor de una cuarta parte de los inversores en empresas estadounidenses están sujetos realmente a ese impuesto, según calculaba en 2020 Steven Rosenthal, miembro de la Institución Brookings. Y las recompras de acciones, que, según Janus Henderson, en 2022 alcanzaron la cifra récord de 1,3 billones de dólares en todo el mundo, son aún menos aptas para engrosar las arcas públicas debido a su ventajoso tratamiento fiscal.
Hay otros vacíos muy obvios que la inteligencia artificial podría dejar al descubierto. En la mayoría de países, las rentas del capital siguen tributando por debajo de las rentas del trabajo. Así, un empresario cuyo negocio aumente de valor gracias a las actividades relacionadas con la inteligencia artificial pagará relativamente poco si vende acciones de su empresa. Una laguna más flagrante es la step-up in basis estadounidense, que el presidente Biden intentó eliminar sin éxito. Cuando el propietario de una empresa transmite su imperio a un heredero, la plusvalía incorporada vuelve a cero, lo cual reduce drásticamente la factura fiscal del receptor si vende más adelante. Aumentar el coeficiente de la plusvalía al 28%, imponer el gravamen en el momento de recibir la herencia e introducir otros ajustes podría recaudar 185.000 millones de dólares en una década, según un análisis de 2022 realizado por la Wharton School de la Universidad de Pensilvania.
Por último, está la cuestión de cómo impedir que los beneficios de la inteligencia artificial se trasladen a jurisdicciones con impuestos más bajos. La OCDE ha llegado a un acuerdo para que todas las grandes multinacionales paguen un mínimo de un 15% de impuestos, independientemente de dónde tengan su sede. Sin embargo, ese porcentaje sigue siendo muy inferior a la media mundial del 23% que grava los beneficios empresariales, por no hablar de los impuestos que muchos trabajadores profesionales pagan por sus ingresos. Anteriores propuestas, como el “impuesto sobre los robots”, entre cuyos defensores se encuentra el fundador de Microsoft, Bill Gates, se han descartado en su mayor parte por ser demasiado complejas. Para empezar, está el problema de definir qué es exactamente un robot.
Todo ello despierta el temor a un auge tecnológico que concentre las ganancias y socialice las pérdidas. Es verdad que desde la invención de la imprenta hasta la del teléfono móvil, los seres humanos hemos encontrado nuevas formas de prosperar y utilizar las tecnologías disruptivas para mejorar la vida. Pero el proceso no siempre es fluido y equitativo. Revisar la manera en que se gravan los beneficios y las plusvalías puede parecer la parte menos emocionante de la historia de la inteligencia artificial, pero merece que se le preste atención urgente para garantizar que un bien económico no deja tras de sí una carnicería social.
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