Los beneficios reales de la inflación superan a los costes teóricos
La subida de los precios ayuda a rebajar la deuda soberana y a reducir la tensión del mercado inmobiliario
El economista jefe del Banco de Inglaterra fue muy criticado hace dos semanas por decir algo que es una verdad evidente, no solo para Reino Unido, sino para la mayor parte del mundo desarrollado. Huw Pill declaró en un podcast que algunas empresas y trabajadores tenían que aceptar que estaban peor. Y tiene razón. La economía se ha empobrecido, en términos reales, debido a un aluvión de impactos reales en los últimos tres años: la pandemia, la guerra de Ucrania y, más recientemente, un importante shock de precios de los alimentos.
El dilema al que se enfrentan los bancos centrales –y, por tanto, los inversores– es cómo responder. ¿Deben las autoridades monetarias actuar con rapidez para acabar con la inflación resultante, o deben pecar de blandengues y tolerar el actual desplazamiento al alza del nivel de precios?
En la era de los bancos centrales con objetivos de inflación, la respuesta puede parecer obvia. La inflación es siempre y en todas partes algo malo. Sin embargo, a la teoría económica le cuesta mucho identificar los costes sociales que impone un aumento del nivel de precios.
Los manuales de economía solían afirmar que una importante pérdida de peso muerto de la inflación eran los costes de menú: el despilfarro de recursos cuando las empresas tienen que modificar periódicamente sus niveles de precios. Eso siempre pareció mínimo y debe ser casi irrelevante en la era digital. Otra supuesta desventaja de la subida de precios eran los costes de la piel de zapa, una forma abreviada de referirse a la incomodidad de tener que mover dinero entre cuentas de depósito y de ahorro para preservar las tenencias de efectivo. Ahora que los usuarios de smartphones pueden cambiar de banco con solo deslizar el pulgar, esa idea suena muy pintoresca.
Una acusación más seria es la incertidumbre que la subida de precios introduce en la planificación financiera. Pero esto se debe más a la volatilidad de la inflación que a su nivel, y es por tanto una razón para evitar una política errática o incompetente, más que para mantener la inflación por debajo de una tasa determinada.
Por último, está el argumento moralista de que cualquier reducción del valor real de la unidad monetaria nacional equivale esencialmente a un robo. Esa antigua acusación básicamente esquiva la cuestión. Hay ganadores y perdedores, y efectos económicos positivos y negativos, de la devaluación de la moneda. El objetivo de la teoría económica es permitir a las autoridades analizar las compensaciones.
Si los costes teóricos de la inflación son elusivos, las ventajas potenciales que puede ofrecer son más concretas. También se relacionan directamente con los dos retos económicos más importantes a los que se enfrentan hoy las economías avanzadas.
El primero es el hecho inevitable de las importantes perturbaciones reales de la renta y la riqueza a las que se refería Pill. Es probable que algunas de ellas sean temporales. Otras representan cambios más permanentes en la relación de intercambio y la riqueza relativa de los países. Todos implican cambios significativos en los precios relativos dentro de las economías y, por tanto, en la suerte de las diferentes industrias. Por ejemplo, las industrias que hacen un uso intensivo de la energía sufren las consecuencias del encarecimiento del petróleo y el gas, mientras que las empresas que dependen en gran medida de las importaciones pierden competitividad cuando se interrumpen las cadenas de suministro transfronterizas.
La política monetaria no puede evitar estos impactos: los banqueros centrales no pueden descubrir vacunas, acabar con las guerras o imprimir tomates. Lo que sí pueden hacer es influir en el ajuste económico resultante.
Una opción es la terapia de choque. Manteniendo la inflación baja a toda costa, los bancos centrales obligarían a que los grandes cambios de precios relativos se produjeran de forma disruptiva y discontinua. Eso significaría casi con toda seguridad un fuerte aumento del desempleo. La alternativa es permitir que el nivel general de precios suba, facilitando a los nuevos sectores no competitivos recortar los salarios en términos reales sin perder puestos de trabajo. Reequilibrar la economía resulta así mucho más fácil.
Mervyn King, entonces gobernador del Banco de Inglaterra, hizo explícito este punto en 2010. Era mejor mantener la inflación en una media del 5% durante un par de años mientras la gente conservaba sus puestos de trabajo que sacrificar la economía en la cruz de un objetivo de inflación arbitrario del 2%. James Forder, autor de Macroeconomía y el mito de la curva de Phillips, señala que el entonces jefe del BCE, Mario Draghi, también respaldó este argumento de la lubricación tras la crisis de la zona euro de 2012.
Los banqueros centrales actuales se han mostrado igual de dispuestos a explicar que las causas subyacentes de la crisis del coste de la vida están fuera de su alcance. Pero han sido mucho menos claros al afirmar que la inflación es la forma menos perjudicial de liberar la presión.
El segundo gran reto que amenaza hoy la estabilidad de las economías avanzadas es la existencia de los gigantescos desequilibrios financieros que se han acumulado en las dos últimas décadas.
Durante la crisis de 2008, Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, argumentó que la inflación era la única forma viable de reducir el valor real de la deuda y de prevenir los inmensos riesgos macroeconómicos inherentes a unos mercados inmobiliarios ricamente valorados y financiados por hipotecas insostenibles. Por aquel entonces, la deuda pública estadounidense representaba el 73% del PIB; menos de 15 años después, la proporción alcanzaba el 133%. Los precios de la vivienda en EE UU, por su parte, alcanzaron su máximo el año pasado, un 45% más altos en términos reales que cuando Rogoff hizo su alegato. Estos desequilibrios financieros no son ni socialmente sostenibles ni económicamente eficientes.
Como en el caso de los ajustes en los mercados de trabajo, existe un remedio convencional: dejar que la política fiscal asuma la carga. Sin embargo, la escala de impuestos explícitos y la distribución necesaria para restablecer el equilibrio de la riqueza sería una tarea difícil incluso en tiempos menos polarizados políticamente. Permitir que la inflación reduzca los balances épicos a una escala más manejable es más sencillo, más conveniente y podría decirse que también más justo.
Los precios más altos ya están haciendo su magia. A finales de 2022, la deuda pública de EE UU se había reducido en casi doce puntos porcentuales del PIB, a pesar de los persistentes déficits fiscales. Tales milagros son posibles cuando el PIB nominal crece un 21% en dos años. El sector inmobiliario residencial del país, por su parte, ya está un 7% más barato en términos reales que en su punto álgido, pero sin el riesgo de una ruinosa deflación de la deuda que conllevaría un desplome nominal del precio de la vivienda.
Aunque la actual generación de banqueros centrales de las economías avanzadas parece reacia a decirlo en voz alta, el aumento temporal de la inflación forma parte de la solución a los retos que afrontan sus economías. Los inversores deberían apostar en consecuencia. Al final, los beneficios prácticos de la inflación superarán sus costes teóricos.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías
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