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EL FARO DEL INVERSOR
Tribuna
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Un 2023 engañosamente soso en el que salir a la calle con bañador y paraguas

La falta de cartas de navegación en un entorno macro tan complejo se manifiesta con forma de múltiples contradicciones y obliga a los inversores a posicionarse en todos los frentes

Getty Images
Francisco Quintana

Las ametralladoras fueron usadas de forma masiva por primera vez en la Primera Guerra Mundial. Los generales –que venían de batirse con espadas y fusiles en guerras coloniales en África– no tenían la experiencia, conocimiento e imaginación para enfrentarse a esa situación desconocida. A falta de alternativas, seguían haciendo lo mismo que antes: enviar a los soldados a la trinchera contraria con fusil y bayoneta, condenados a una muerte casi segura.

Del mismo modo, el mundo se ha enfrentado en los últimos dos años a eventos extraordinarios. Primero un cierre voluntario generalizado de la actividad económica en casi todo el mundo por un virus cuya evolución era desconocida. Ni SARS, ni ébola, ni la gripe aviar, ni la española de 1918 provocaron efectos similares. Más tarde llegó una combinación de inflación y frenazo económico provocado por una secuencia de cuellos de botella logísticos, estímulos fiscales y una guerra inesperada, que nos devuelve a un entorno macroeconómico que no habíamos visto desde hacía 40 años.

Como aquellos generales, bancos centrales, gobiernos y agencias de estadística no tienen la experiencia, conocimiento ni imaginación para enfrentarse a este entorno con seguridad. Los modelos econométricos se alimentan de indicadores que reaccionan ante otros indicadores. Pero para funcionar requieren largas series de situaciones similares que se repitieran en el pasado hasta dar con el patrón de su relación. Y no tenemos largas series de periodos pandémicos ni estanflacionarios, y mucho menos de ambos en secuencia, con lo que no tenemos con qué alimentar esos modelos.

El coste de moverse a oscuras es alto: el Banco Central Europeo y la Reserva Federal –los dos pilares de la economía mundial durante las recientes crisis–se han dejado gran parte de su credibilidad por el camino, repitiendo durante dos años que la inflación era transitoria y pronto bajaría. La presidenta del BCE, Christine Lagarde, llegó a desacreditar sus propias previsiones en público, algo que también hizo el presidente de la Reserva Federal la semana pasada. En España, las dudas sobre la fiabilidad de las estimaciones del PIB que ha hecho el INE desde la pandemia se han disparado al observar los expertos fuertes discrepancias con los datos de empleo. No se trata de mala fe ni falta de capacidad, simplemente se necesitarían varias secuencias de pandemia y guerra para que esos modelos arrojaran previsiones fiables.

A falta de modelos, los bancos centrales, igual que los generales en 1914, lucharon con las únicas armas que tenían a mano –subidas de tipos de interés– a sabiendas de que no eran las adecuadas cuando los precios suben por una contracción de la oferta, como era el caso en Europa. La buena noticia es que ya parece haber pasado lo peor. Si miramos las previsiones macroeconómicas para 2023, el año se presenta engañosamente soso: cae el crecimiento con fuerza, pero también la inflación. Es lo que suele ocurrir al final de un ciclo de subida de tipos de interés, que, como un ciclo de quimioterapia, te salva, pero te deja renqueante durante un tiempo. Tras varios años singulares, en 2023, por fin, la economía se comportaría como dicen los libros de texto. Para los inversores, al estar los tipos de interés cerca del techo, éste sería el año de los bonos, porque los que están emitiendo gobiernos y empresas estos días ofrecen cupones más jugosos que los que están por venir, y eso subirá su precio.

Pero la realidad es más complicada. La falta de cartas de navegación en un entorno macroeconómico tan complejo como el actual genera incertidumbre, que se manifiesta con forma de múltiples contradicciones. La Bolsa española sube un 10%, entre anuncios de caídas de beneficios empresariales y subidas de tipos. Los inversores de todo el mundo se posicionan como lo haría alguien afectado por un desorden de bipolaridad. Apuestan a la vez a que las cosas irán mal –posiciones en corto contra el Nasdaq y el S&P 500, apuestas históricamente relacionadas con momentos de miedo en los que se refuerzan el dólar y los bonos–y a que irán bien –posicionándose a favor del euro y de la Bolsa de mercados emergentes–, algo que suele ocurrir en el contexto opuesto. Según el día, los inversores exhiben un optimismo o un pesimismo exuberante, que solo busca una excusa para manifestarse. Hace unos días la acción de Microsoft subió un 4% solo porque los ingresos de su unidad de computación en la nube crecieron un 38%, en lugar del 37% previsto por los analistas.

En este entorno de desorientación, los bancos centrales no están aportando mucho consuelo. Su manera de lidiar con la incertidumbre es la ambigüedad. La semana pasada el Banco Central Europeo regaló a los analistas expresiones de sentido inescrutable como que “el banco busca continuidad en un estado de equilibrio”. Por un lado, ofreció seguridad, informando por adelantado de sus siguientes pasos –una nueva subida de 50 puntos básicos en marzo– pero, por otro, insistía en que las decisiones venideras serían “dependientes de los datos” y se adoptarían “reunión a reunión”, fórmulas que en el arcano lenguaje de los bancos centrales significan “mira, no sé, ya veré cuando llegué el momento”.

Estas son las cartas que tenemos. La incertidumbre reina cuando, como ocurre ahora, el escenario base con el que trabajan empresas y gobiernos está cogido con pinzas. El anuncio de negociaciones de paz en Ucrania o el de un ensayo nuclear ruso en el mar Negro podrían hacer que, en cuestión de horas, todas las previsiones terminaran en la basura. Cuando la geopolítica está en lo alto de las listas de riesgo hay que salir a la calle con paraguas y bañador porque no sabes nunca lo que puede ocurrir antes de volver a casa.

Francisco Quintana es director de estrategia de inversión de ING

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