Una regulación que tenga en cuenta el riesgo de cada servicio de inversión
La sobrerregulación normativa, que ha dejado de herencia la última gran crisis financiera, perjudica a menudo a los eslabones más pequeños de la industria
Desde que entró en vigor en 2018, la directiva Mifid II, que regula los mercados de instrumentos financieros, no ha cesado de generar desarrollos normativos para complementar su compleja trasposición, así como de abrir controversias entre los distintos colectivos a los que afecta: desde gestoras y bancos a brókeres o empresas de servicios de inversión (EAF). La última derivada de esta regulación, una directiva que debe estar traspuesta antes del próximo 25 de junio, endurece los requisitos de las sociedades de inversión al imponerles un capital inicial mínimo de 75.000 euros. A priori no se trata de una cantidad desorbitada, pero sí de una carga más para las pequeñas sociedades de inversión (EAF) que son personas físicas.
Hasta ahora, las EAF constituidas como empresas debían contar con un capital social de 50.000 euros, que podía rebajarse a cambio de un seguro ampliado, mientras que las EAF personas físicas únicamente necesitaban contratar un seguro de responsabilidad con una cobertura de un millón de euros por daños y de un total de 1,5 millones anuales para todas las reclamaciones. La razón de este trato aparentemente laxo no es arbitrario, sino que se deriva de la propia naturaleza de estos brókeres, cuya actividad es fundamentalmente de asesoramiento y no tienen acceso al dinero de sus clientes.
La imposición de un capital de 75.000 euros para las entidades que prestan servicios de inversión en el mercado es una medida razonable como requisito básico de solvencia. Pero en el caso de las EAF, esa salvaguarda parece excesiva por el riesgo sustancialmente menor de la actividad que desarrollan, que no es equiparable al de otros servicios de la industria financiera. Consciente de ese extremo, la propia Bruselas ha aprobado un reglamento de desarrollo de la directiva que exime de este requisito a las denominadas firmas de inversión “pequeñas y no interconectadas”, que son aquellas que no negocian por cuenta propia ni afrontan riesgos derivados de la negociación de instrumentos financieros, dado que no tienen activos ni fondos de clientes bajo su control. La definición incluye tanto a las EAF como a una parte de las sociedades de valores.
La sobreregulación de los mercados financieros, que forma parte de la herencia que dejó la última gran crisis, se explica por el loable afán de proteger al pequeño inversor, pero ha perjudicado a menudo a los eslabones más pequeños de la industria con la imposición de una carga excesiva de requerimientos. Un ejemplo de ello son precisamente las EAF, que en España han pasado de 170 en 2017 a 141, y para las que la fórmula habilitada por Bruselas puede marcar la diferencia entre poder crecer o seguir menguando.