10 N: del desencanto a la esperanza
Si España implantase las reformas que necesita podríamos protegernos de la desaceleración
Tras la convocatoria a las urnas para el próximo 10 de noviembre –por cuarta vez en el último cuatrienio, en el que han predominado gobiernos en funciones o con dificultades para articular mayorías parlamentarias–, resulta patente el desencanto de la ciudadanía con la clase política –que no con las instituciones democráticas–, como ponen de manifiesto todos los estudios y encuestas realizados en los últimos días en relación a la celebración de nuevos comicios y al bloqueo de esta última legislatura.
Atendiendo a la actual coyuntura, este descontento está más que justificado, en cuanto que planea una sensación de pérdida de oportunidades en un momento en que nuestra economía –aun con signos de ralentización– duplica las tasas de crecimiento de la zona euro, lo que, conjugado con la implementación de oportunas y necesarias reformas, podría parapetarnos ante una desaceleración internacional generalizada que cada día es más evidente.
Al hilo de lo anterior, según la última revisión del INE, nuestra economía creció en 2018 un 2,4%, dos décimas menos de lo que en principio se pensaba, lo que pone de manifiesto que la ralentización empezó antes de lo previsto. Si a esto le sumamos que la estimación inicial de crecimiento del primer trimestre de este año también se ha reducido en dos décimas (del 0,7 al 0,5%) y que en el segundo trimestre ha avanzado solo un 0,48%, todo apunta a que no va a ser fácil alcanzar para el presente año el 2,2% que el Gobierno ha estimado –tal como acaba de advertir el Banco de España, quien ha cifrado el crecimiento para 2019 en un 2%, cuatro décimas menos de lo que en principio había previsto–. Los datos sobre exportaciones –con el crecimiento más bajo de la última década en el primer semestre del año–, el debilitamiento de las inversiones y del consumo, la desaceleración de la industria, así como la reducción del ritmo de creación de empleo, nos alertan sobre la urgente necesidad de abordar reformas estructurales que, ahora, con la parálisis institucional y la reinante incertidumbre, resulta imposible encarar.
A estas alertas internas, hay que sumarles los vientos en contra de la economía global, cuyas tasas de crecimiento anual podrían ser las más débiles desde la crisis financiera, como acaba de advertir la OCDE en su último informe de perspectivas, y con el fantasma de la recesión acechando sobre las economías de algunos de países, como Alemania, que ya están tomando medidas ante su posible advenimiento. En este sentido, el BCE ha decidido continuar con las medidas expansivas de tipos reducidos y compra de deuda que, sin ánimo de discutir su eficacia, no podrán mantenerse eternamente y que, en el caso de nuestro país, podrían conllevar un riesgo por un posible aumento de nuestro endeudamiento público que se acerca vertiginosamente al 100% PIB.
El excesivo apalancamiento de nuestras cuentas públicas, el elevado déficit –entre los más altos de la UE–, el problema enquistado del desempleo, el inminente aumento del número de pensionistas por la incorporación al sistema de la generación del baby boom, así como la baja inflación y su incidencia negativa en la recaudación –que ya se está notando–, demandan unos presupuestos generales del Estado adaptados a esta nueva realidad y no a la de 2018, que nos ayuden a ajustar el déficit, crear un colchón ante crisis venideras, dotar de recursos suficientes a las CCAA –de las que depende gran parte de los servicios que conforman la parte nuclear del Estado del bienestar– y afrontar reformas que nos permitan atraer inversiones, aumentar nuestra productividad y competitividad, y atender retos ineludibles como la revolución digital y el cambio climático y la transición energética.
Pero todo esto no pasa por legislar más, sino por legislar mejor. Los últimos cuatro años constituyen el período en el que se han aprobado menos leyes de toda la historia de nuestra democracia –solo 106–. Pero ese no es el problema –de hecho, la sobreproducción normativa conlleva, en algunos casos, confusión e inseguridad jurídica–. La cuestión es que se aborden disposiciones legislativas de calado que traigan consigo reformas estructurales que coadyuven en el sentido expresado anteriormente. Mercado de trabajo, educación, fiscalidad, vivienda, modelo industrial y energético, infraestructuras, innovación, medioambiente, financiación autonómica y, sobre todo, pensiones constituyen algunos de los principales aspectos –aunque no los únicos– sobre los que habría que actuar de forma perentoria si queremos crear riqueza de forma inclusiva –para atender las crecientes demandas sociales–, blindarnos ante posibles riesgos y no descarrilar de la senda de desarrollo que, por ahora, hemos conseguido mantener.
A la falta de presupuestos y a la parálisis reformista a la que nos ha llevado la actual situación política, habría que sumarle otro problema más: el retraso que se está produciendo a la hora de transponer al ordenamiento jurídico español las directivas europeas, muchas de ellas sobre materias que afectan de manera directa a ciudadanos y empresas. A este respecto, en un documento que realizamos el pasado mes de mayo se señalaba que España debía transponer al menos 18 directivas europeas cuyo plazo de vencimiento está comprendido entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 2019 –nuestro país concentra el 70% de sanciones por retrasos–. Pues bien, el 25 de julio la Comisión Europea decidió llevar a España ante el Tribunal de Justicia de la UE por no transponer las normas de la UE sobre protección de datos personales. Y si seguimos así, acabaremos siendo sancionados por este incumplimiento y por otros muchos más.
Dicho esto, no es momento de caer en el desánimo. Tenemos una democracia madura que ha pasado por momentos críticos que, entre todos, hemos superado. Pese al desencanto por la actuación de nuestros líderes políticos y al cansancio por la repetición de elecciones, hemos de hacer un canto a la esperanza y acudir a las urnas, en pro del parlamentarismo, con la confianza de que, mediante nuestro voto y el ineludible acuerdo de las fuerzas políticas, se pueda constituir un gobierno estable que haga de España un país mejor. Queda tanto por hacer y tantos retos que encarar…
Valentín Pich es Presidente del Consejo General de Economistas de España