Una conquista llena de claroscuros
El empleo es un derecho, pero la falta de conciliación frena el avance social femenino
M aría Josefa Fernández Fidalgo fue una adelantada a su tiempo. A los 17 años (1955) viajó a Austria para estudiar alemán, en una época en la que Viena estaba ocupada aún por los rusos, aunque ella residía en la zona americana. “Cuando se marcharon nos dieron un broche de un elefante con la trompa hacia abajo que decía Endlich (¡al fin!)”, recuerda esta asturiana ya jubilada. A los 20 años saltó a Londres como au pair. “No era normal que una mujer viajara; no soy típica”, matiza. En 1962 consiguió su primer contrato en España en la Cámara de Comercio de Oviedo como secretaria. “Era la única chica”, dice.
Se casó, tuvo tres hijos y logró compaginar con esfuerzo su vida familiar y laboral. En una ocasión, cocinaba para 30 niños de un colegio en las mañanas y les daba clases de inglés por la tarde, incluido a sus hijos que iban a este centro; “fue duro”, cuenta. Si bien en los inicios ganaba menos de 9 euros (1.500 pesetas), se jubiló con un sueldo de 2.400.
La mujer ha generado riqueza y aumentado el poder adquisitivo de los hogares
Hizo de dependienta, intérprete ocasional de alemán e inglés para una fábrica de siderurgia en Trubia (Oviedo) –“casi nadie hablaba tres idiomas; me llamaban para todo”, presume– y fue traductora en la Embajada de Nigeria, hasta que se quedó en paro con 45 años, ya divorciada. “Sentí mucha frustración porque no conseguía trabajo por la edad”. Pero a los 48 llegó la estabilidad. Por su currículo fue contratada en la Real Federación Española de Balonmano, donde estuvo hasta su retiro.
La incorporación de la mujer al mercado laboral en España se inició a finales de los setenta, fecha desde la que se registran datos en el INE, aunque el fenómeno comenzó antes, en los cincuenta-sesenta. Secretarias, maestras, telefonistas, enfermeras o modistas eran los puestos más comunes. Su entrada, sin embargo, se produjo tarde si se compara con los países que participaron en la Primera Guerra Mundial (Alemania, Reino Unido, Rusia, EE UU...); la mayoría tuvo que trabajar en las fábricas de municiones o en los hospitales como enfermeras al estar sus esposos en combate.
Así, en estos 40 años, la tasa de actividad ha pasado del 28% (menos de cinco millones) al 53% (más de diez millones). “Ha supuesto un aporte de mano de obra extraordinario y, por tanto, un mayor crecimiento económico. Ha cambiado la estructura de producción, ya que, en lugar de dedicarse al hogar, las necesidades y los bienes y servicios demandados son diferentes. Y ha aumentado la capacidad adquisitiva”, comenta María Jesús Fernández, economista sénior de Funcas.
Ana Fernández Poderós, socia responsable de diversidad de KPMG España, coincide: “Su labor genera crecimiento –incluso lo acelera–, aumento de riqueza y reducción de la disparidad frente a los hombres, según estudios de la ONU y la OCDE”. Y la economista Elena Cachón González, profesora de la Udima, pone cifras a una contribución que se recoge de manera incompleta. “Diversas estimaciones apuntan a que generan más de 600 millones de euros al día, sumando salarios y cotizaciones sociales. Pero, en realidad, es imposible saberlo, dado que el PIB no mide buena parte de su aporte en términos de cuidados, trabajo doméstico o tareas invisibles en la organización social y familiar, que no se valora ni se paga ni se contabiliza”, critica.
Acción sindical
En los ochenta hubo una dura lucha para entrar a trabajar en las minas en Asturias, relatan desde CC OO. Un conflicto con la minera Hunosa que culminó en 1993 tras un fallo a favor de ellas del Tribunal Constitucional. Entre los años ochenta y noventa destacan las batallas contra la discriminación salarial en el calzado, curtidos, alimentación o automoción, con sentencias favorables. O la alarma social en 1992 en Alicante, tras la muerte de seis empleados, dos de ellos mujeres, en la fábrica Ardystil, por una grave afección pulmonar.
Pero aún quedan sombras, específicamente en la conciliación. “La mujer ha compatibilizado trabajo intra y extradoméstico. Lo que ha retrasado la formación, la maternidad y disminuido el número medio de hijos”, recoge el informe Brechas de género, de Funcas, de 2018. Y muchas renuncian a su carrera profesional para atender a su familia, lamenta Fernández. Otras aceptan puestos a tiempo parcial, lo que supone menores salarios y la imposibilidad de escalar puestos de responsabilidad.
Es el caso de Juana García (nombre ficticio), de 83 años, que quería ser maestra pero tuvo que aprender corte y confección para subsistir. A los 16 empezó a trabajar en un taller de alta costura. “Teníamos que dispersarnos cuando llegaba el inspector porque no estábamos dadas de alta en la Seguridad Social”, evoca. Ganaba apenas una peseta (menos de 50 céntimos), luego le ofrecieron dos. Y tras fallecer su padre, con 26 años, tuvo que cuidar a su madre, pero siguió con el oficio como autónoma. Así hasta los 50 años, cuando entró como celadora en un ambulatorio hasta su retiro. Nunca se casó y se jubiló con 600 euros.
Un colectivo atrapado históricamente en la informalidad
El derecho de las mujeres al empleo es incuestionable, pese a las brechas existentes. Pero desde CC OO resaltan otra característica histórica que ha marcado a este colectivo: la informalidad. “Han tenido mayor presencia en ocupaciones vinculadas al rol de cuidados, a la atención de personas y a las tareas domésticas”, puntualiza Elena Blasco Martín, secretaria confederal de mujeres e igualdad del sindicato.
Unas actividades precarias o sin remuneración, hechas en su mayoría (76%) por ellas y a las que dedican 3,2 veces más de tiempo que los hombres, revela un estudio de 2018 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). No obstante, han dejado también huella en la Administración, en sanidad, educación o servicios sociales; en la industria textil, conserveras, marroquinerías y tabacaleras; en el sector privado, banca, seguros, hostelería, comercio... Y ya en democracia, aunque de forma minoritaria, en la industria del automóvil, la química o el metal.