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Tribuna
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Falacias sobre la fiscalidad europea

Es necesario aclarar conceptos sobre competencia, soberanía y unanimidad tributaria y financiera

En la medida en que los líderes europeos plantean una mayor integración, puede ser un buen momento para reflexionar sobre algunos axiomas relacionados con los impuestos y la financiación de la Unión Europea, basados en falacias y equívocos.

Primera falacia: la competencia fiscal internacional –los Estados ofrecen sus impuestos para hacerse con contribuyentes– es buena cuando, por sus resultados, conduce a un nivel razonable de gasto público con menores cargas fiscales.

Estos efectos positivos no se han demostrado. Los datos de Eurostat posteriores a la liberalización de los movimientos de capitales y a la adopción del euro, con los que se intensifica la competencia fiscal, muestran que los miembros de la UE incrementaron su presión fiscal. Las oscilaciones en este indicador responden más a los ciclos económicos.

En cuanto al gasto público, la tendencia fue equivalente y por razones semejantes. La disciplina fiscal ha estado motivada por los compromisos derivados del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. En fin, los Estados no son empresarios guiados por el principio del máximo beneficio, los contribuyentes no son consumidores con libertad de elegir los impuestos a pagar, ni los tributos se conciben aislados del gasto público. No hay un mercado libre de impuestos gobernado por las leyes de la oferta y la demandad: la competencia fiscal es un hecho, pero no ofrece criterios para ordenar los sistemas tributarios.

Segunda falacia: los Estados mantienen su soberanía fiscal. En realidad, la presión impuesta por la competencia fiscal internacional provoca convergencia en las decisiones sobre las estructuras del sistema tributario que no se basan en las aspiraciones colectivas de la ciudadanía ni se rigen por principios como el de igualdad, la justicia tributaria o el del pago de impuestos según la capacidad económica. Al contrario, la coordinación entre jurisdicciones a través de la cooperación o la armonización permite recuperar cierto grado de independencia para decidir el cómo de los impuestos: la plasmación de que la unión hace la fuerza.

Tercera falacia: requerir unanimidad para las decisiones fiscales en Europa produce óptimos de Pareto: mejorarían la posición de cada Estado sin que empeorase la situación de nadie.

Sin embargo, los acuerdos legislativos entrañan una diversidad de elementos de tal forma que no existe una solución que cumpla con la condición: siempre se gana y se pierde algo. En realidad, todo acuerdo supone perder la libertad individual de cambiar en el futuro. Si no se logra tal solución óptima, ¿por qué mantenerla? Por otra parte, la unanimidad con su reverso del derecho de veto plantea deficiencias conceptualmente insalvables: a cada miembro se le atribuye un poder equivalente al todo, el de neutralizar al órgano al que se le había atribuido la competencia. No debería ser que la parte, que no tiene la atribución, pueda paralizar al todo, que la tiene.

El equívoco: la Unión Europea dispone de recursos propios para financiarse. La decisión correspondiente la adopta el consejo por unanimidad, en un marco plurianual –­actualmente siete años– y con un plafón situado en el 1,23 % del PIB. Destacan los tratadistas el carácter intergubernamental de esta institución: las discusiones en aras del interés común se ven condicionadas por dinámicas basadas en los intereses nacionales. El marco plurianual tan amplio limita la capacidad para adaptarse a las coyunturas inesperadas, sin que se disponga de herramientas para adoptar medidas urgentes.

Finalmente, el techo de gasto impide financiar políticas de reequilibrio, necesarias para una política monetaria única proyectada sobre territorios con coyunturas diferentes; para algunos las decisiones comunes puedan ser contraproducentes. El sistema vigente tampoco tiene capacidad para financiar políticas fiscales europeas en un contexto en que la disciplina fiscal exigida a cada Estado implica limitaciones. De hecho, la crisis obligó a la creación de fondos financieros ad hoc.

Juan López Rodríguez es Doctor en Derecho Tributario

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