Trump, ¿una nueva versión de la teoría del loco?
El gran debate sobre la personalidad del presidente de EE UU versa sobre si es real o solo una estrategia
Aquella mañana en el despacho oval, H. R. Haldelman no salía de su asombro. “Por el amor de Dios, ya conoces a Nixon, está obsesionado con el comunismo. Está fuera de control y tiene el dedo sobre el botón nuclear”. La perplejidad del pobre jefe de gabinete de la Casa Blanca se debía a que era el propio presidente Richard Nixon, quien le pedía que difundiera la idea de que no estaba en sus cabales y que en cualquier momento podía desencadenar un ataque nuclear contra el ejercito del Vietcong para terminar por la vía rápida con la guerra del Vietnam.
Desde entonces esta peculiar formula diplomática, se conoce como la teoría del loco, el método utilizado por el dimisionario presidente para presionar a sus adversarios internacionales. Tanto apego le tomó que en 1969 en plena Guerra Fría, también se difundieron rumores sobre el estado mental de Nixon, con el objetivo de amedrantar a los soviéticos. En esta ocasión, completó la puesta en escena con una escuadra de cazabombarderos equipados con armas nucleares que sobrevolaron los límites de la frontera de la URSS durante tres días.
Richard Milhous Nixon es con probabilidad el hombre más paranoico que ha ocupado el despacho oval. Su presidencia discurrió entre obsesiones por las filtraciones, traiciones y conspiraciones que, según él, permanentemente florecían a su alrededor. Tanto que en 1972 cuando lo tenía todo a favor para ganar la reelección, ordenó el espionaje de la sede del Partido Demócrata, lo que se convertiría en el caso Watergate y que dos años después le obligaría a dejar la presidencia para no enfrentarse al oprobio de un proceso de destitución.
Pero el ejemplo de Nixon no es ni mucho menos la excepción. El neurólogo y dos veces ministro británico David Owen en su libro En el poder y la enfermedad, cita un estudio según el cual un 29% de los presidentes norteamericanos presentaban algunos rasgos de patologías mentales mientras ocupaban el cargo y que el 49% habrían sufrido algún trastorno de esta naturaleza durante sus vidas. James Madison, Abraham Lincoln y Lyndon B. Johnson eran propensos a las depresiones, Thomas Jefferson padecía ansiedad y Theodore Roosevelt era bipolar. El general Ulysses S. Grant tenía afición por la botella y John Kennedy un insaciable apetito sexual, aparte de dolor de espalda y la enfermedad de Addison que le obligaban a tomar grandes cantidades de analgésicos para paliar el dolor. Según documentos revelados recientemente, hasta doce píldoras diferentes llegó a tomar en los momentos extremos. También tenía tendencia a meterse en líos vinculados con la entrepierna Bill Clinton, aunque a este, cuando le aconsejaron recurrir a la ayuda psiquiátrica, optó por pedir los mucho más discretos servicios de un capellán.
Durante la campaña presidencial de 1964, un grupo de psicólogos elaboraron un perfil del candidato republicano Barry Goldwater para una revista especializada y llegaron a la conclusión de que era megalómano y paranoico. Ante los efectos que este tipo de estudios podían tener en las elecciones, de hecho el senador perdió los comicios y demandó a la publicación, la Asociación Psicológica Americana (APA) pidió a sus miembros que no participaran en estos trabajos, sino tenían acceso y el consentimiento del candidato. Desde entonces, esta recomendación se conoce como la norma Goldwater. Y se aplicó con cierta mesura hasta que llegó Donald Trump.
El magnate tiene una personalidad demasiado atractiva para que algunos especialistas no se resistieran a indagar en su mente. De hecho es el aspirante a la Casa Blanca que ha levantado mas debates sobre su equilibrio psicológico. Aparte de las descalificaciones ramplonas y soeces con que con frecuencia es definido el presidente Trump, uno de los principales estudios lo elaboró un grupo de treinta y cinco psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales que llegaron a la conclusión de que “no está capacitado para servir de manera segura como presidente”.
El trabajo recogido en las páginas del The New York Times apuntaba que “sus palabras y su comportamiento demuestran una profunda incapacidad para empatizar. Tiende a distorsionar la realidad para que se adapte a su estado psicológico, ataca los hechos y a quien los transmite”. Esto añadido a rasgos narcisistas que obligan a su entorno a adularle constantemente, un déficit de atención que implica resumirle en pocas frases cuestiones muy complejas y una facilidad enorme para distorsionar la verdad, podrían explicar su actitud de macho alfa con la que suele aparecer en público y su aversión a los medios de comunicación que no comulgan con sus postulados. En base a todo ello, incluso algunos demócratas se han planteado tímidamente este factor como un posible motivo de impeachment. De hecho la enmienda 25 de la Constitución que trata de la sucesión del presidente, establece los procedimientos a seguir tanto si el cargo queda vacante en caso de muerte o dimisión, pero también por si es inhabilitado para ejercer su función.
El gran debate es si Donald Trump adolece de algún tipo de desequilibrio o utiliza su ineducación como un método para asustar a los adversarios y conseguir así con mayor facilidad sus objetivos, empresariales en su día y políticos actualmente. Y todo ello con la ayuda de las redes sociales gracias a las cuales ya no hace falta filtrar nada a nadie porque todas sus opiniones se conocen en tiempo real a través de twiter.
En definitiva, una versión refinada y digital de la teoría del loco.
Ramón Rovira es autor del libro Yo, Trump (Penguin Random House).