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Tribuna
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Las discriminaciones por razón de sexo

Como reacción al elevado número de muertes por violencia doméstica se endurecieron las condenas a los autores masculinos, que unos grupos consideran de izquierdas y otros de derechas. Precisamente en estos días se han mostrado distintos criterios, a favor o en contra, de la ley llamada violencia de género que penaliza con mayor rigor a los hombres que asesinan a las mujeres en el ámbito familiar que a las mujeres que cometen el mismo delito. Se trata de discriminación por razón de sexo que prohíbe el artículo 14 de nuestra Constitución, pero aceptada por el Tribunal Constitucional con gran consenso social.

Las mujeres han sufrido grandes desigualdades desde tiempo inmemorial. Ya en la ilustración el gran filósofo Rousseau sostenía que “la mujer está hecha para obedecer al marido y debe aprender a sufrir injusticias y tiranías de un esposo cruel, sin protestar”. Terrible idea de tan importante figura, aunque también en etapas no lejanas ha habido crueldad tanto en el ámbito familiar como en la esfera civil, con el silencio de todos. Recordemos el esfuerzo titánico por el voto femenino. “Es triste tener que luchar por lo evidente”, como decían los del mayo francés y no hace tanto tiempo, las mujeres eran relegadas en la sociedad. Incluso se les prohibía inscribirse como obreras en las oficinas de colocación, salvo si eran cabezas de familia o solteras sin medios de vida. Las Reglamentaciones de Trabajo (1942) implantaron la obligatoriedad del abandono del trabajo cuando la mujer contraía matrimonio, que se aplicó en empresas públicas y privadas. La mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años, si bien las mujeres continuaban bajo la tutela de los padres hasta los 23 y las casadas bajo la tutela del marido. El Código Civil equiparaba las mujeres a menores, locos y dementes. Hasta 1958 la mujer no pudo ser tutora ni testigo en testamentos . Se necesitaba autorización del marido para firmar contratos o abrir una cuenta bancaria. Las ordenanzas laborales exigían excedencias forzosas a las trabajadoras que contraían matrimonio. Hay que reconocer que la Constitución supuso un gran avance prohibiendo cualquier discriminación. Gracias a ello muchas mujeres ya mayores pudieron reincorporarse a sus antiguos trabajos por aplicación del citado artículo 14. Por eso se han aceptado las llamadas discriminaciones positivas otorgando alguna ventaja que pueda compensar las injusticias sufridas.

La que ahora se defiende en la condena del delito de violencia también estuvo vigente en sentido contrario durante la dictadura. El adulterio era gravemente penado, pero solo si lo cometía la mujer y en el caso del aborto forzado se condenaba levemente si se realizaba para lavar la deshonra de la familia por ser la madre soltera. Eran valores del patriarcado y del androcentrismo.

Nos parece todo muy lejano pero realmente, sigue la desigualdad. Según las estadísticas de la Organización Internacional del Trabajo, las mujeres cobran un 17% de media menos que los hombres por la realización del mismo trabajo y la compatibilidad de la vida familiar recae casi exclusivamente sobre las trabajadoras. El reparto del trabajo doméstico sigue desequilibrado. Aún oímos a algunos, sobre mujeres agredidas, decir que ya se lo advirtieron y que la pobre se lo ha buscado. A pesar del tiempo transcurrido se recuerda con tristeza la sentencia de una Audiencia Provincial que minoraba la agresión a una la mujer porque llevaba minifalda.

Parece que la desigual penalización no es disuasoria. Hay que pensar en otras soluciones que impidan el hecho delictivo. Tienen que trabajar las instituciones. Nada de anuncios denigrantes como el de la obsesión de tener la ropa más blanca o mejores sopicaldos y el que actualmente se exhibe para la promoción de un medicamento contra el catarro que deben tomarlo porque las mamás no pueden estar de baja.

Debe procurarse que nunca se produzca lo que señala el profesor Lorente en su obra: “Mi marido me pega lo normal”. Lo normal es que ni el hombre, ni la mujer, ni nadie del ámbito doméstico maltrate a ningún miembro de la familia y si así fuera que la víctima tenga el respaldo de la sociedad, no solo un minuto de silencio con flores en casa de la víctima. Todos somos responsables. Jueces, policías, la familia, los amigos, vecinos y todos los que formen el colectivo social deben facilitar las denuncias y apoyar el sistema de igualdad pero sobre todo, lo más importante: educar en el respeto, como tantas veces se dice.

Guadalupe Muñoz Álvarez es Académica Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Leguslación.

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