Hacia la zona monetaria óptima en Europa
La metáfora de la manada de lobos que hizo circular el fin de semana el ministro de Finanzas sueco, Anders Borg, para ilustrar la relación que mantienen los mercados financieros y la zona euro estos días, viene como anillo al dedo. Pero si los feroces cánidos atacan al rebaño de forma despiadada es porque hay ganado descarriado muy vulnerable, que no circula por donde lo hace la mayoría, seguramente porque sus pastores malgastan el tiempo es discutir y no toman las decisiones con la celeridad y la contundencia precisa. Las decisiones de los órganos de gobierno de la Unión Europea han tardado mucho en llegar. Pero cuando lo han hecho, tras interminables reuniones el fin de semana con las consiguientes intervenciones de los grandes bancos centrales del mundo y del propio Fondo Monetario Internacional (FMI), han ahuyentado a los lobos, al menos coyunturalmente.
Para que el temor se aleje de forma estructural, tienen que convertirse también en estructurales muchas de las decisiones pactadas el fin de semana, lo que supone un rediseño de muchas de las políticas de los miembros de la zona euro para transformarla en lo que todo el mundo sospechaba desde 1999 que no era: una zona monetaria óptima.
En momentos de crisis el dinero se refugia en el dólar y menosprecia al euro como moneda de reserva y recaudo. No es una casualidad. Estados Unidos tiene una sola política monetaria, una sola política fiscal, una sola política económica... y un Ejército. Aunque este último atributo pueda parecer una exageración, no lo es. De hecho, en Europa se ha diseñado un mecanismo de intervención militar rápida y se ha establecido un organismo de política exterior común. Sin embargo, el meollo está en las políticas económicas y fiscales, que deben ser coherentes en todo el territorio por el que circula una moneda común para que las políticas monetarias (en todo su sentido, incluida la política cambiaria) no sean estériles.
La Unión Monetaria Europea, el euro, es el culmen de un invento fantástico llamado Unión Europea, que desde su génesis es un acierto pleno, puesto que desterró los conflictos del Viejo Continente (a pesar de los episodios mal resueltos de los Balcanes). Pero los instrumentos que la zona euro puso en marcha para garantizar la estabilidad y el buen funcionamiento no han sido suficientes. Creyeron los líderes europeos a finales de los noventa que era bastante con un estricto control de los déficits, la deuda, la inflación y el crecimiento para lograr la estabilidad de la moneda común, puesto que los cuatro indicadores, más algún otro luego absorbido como el tipo de cambio, eran la síntesis de las políticas económicas.
Pero la primera crisis financiera global, que ha derivado en una crisis de deuda soberana, ha dinamitado buena parte del montaje. Se echa de menos algo parecido a las costuras que sostienen al dólar en Estados Unidos o al yen en Japón: políticas fiscales y económicas homogéneas en toda la geografía del área monetaria para poder mantener una política monetaria y cambiaria reconocible. El fondo de ayuda creado este fin de semana supone un primer paso en tal dirección, en la del federalismo fiscal. Pero no es suficiente, puesto que la financiación del instrumento queda también en parte en manos de los mercados, mientras que el presupuesto comunitario sigue siendo poco más que una limosna en comparación con los volúmenes de dinero que mueven aquellos, o del tamaño de los desequilibrios fiscales de los países de la zona euro. Por tanto, el presupuesto comunitario debe multiplicarse para que el federalismo fiscal sea reconocible, y no precise, como ahora, de la colaboración activa del Fondo Monetario Internacional para garantizar la estabilidad de una moneda que representa a los países más ricos del mundo.
Es cierto, no obstante, que la participación del FMI es coyuntural e interesada, ya que la presión alemana pretendía que la participación del fondo multilateral llevase aparejada una fiscalización exhaustiva de las políticas fiscales de los países que demanden ayuda. Pero sigue faltando una política económica común o similar en todos los países, que, a fin de cuentas, es la mejor garantía de que no habrá desequilibrios fiscales regionales y que el crecimiento se repartirá de forma más equitativa, porque lo harán los flujos de capitales y de personas.