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Tribuna
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El código Boeing

El código de conducta de Boeing, en boca de todos en estos días por la salida del presidente de la compañía, Harry Stonecipher, por mantener una relación sentimental con otra ejecutiva de la empresa, constituye algo más que un compendio de derechos. Representa, como ustedes mismos pueden apreciar por tratarse de un documento público, un conjunto de criterios de actuación y resolución de conflictos de interés cuya finalidad última es la preservación y potenciación entre los empleados de aquellos valores con los que la compañía se identifica, entre los cuales merece especial atención la integridad personal. Más de 30 páginas y toda una estructura organizativa dentro del grupo aeronáutico al servicio de su consecución así lo acreditan.

Lo cual no hace sino poner de relieve cómo venimos atendiendo a un proceso de modificación de las cualidades definitorias del líder, entre las que destacan, más allá de la mera cualificación técnica y profesional, susceptible de aprendizaje a través de la formación académica y experiencia práctica, las del gestor como persona. No nos engañemos, en dos palabras, un líder ha de ser una buena persona, en el sentido más llano de la expresión. Ha de ser lo que los códigos clásicos definían como un hombre bueno, caracterizado por su integridad y honestidad personal y por la asunción de la responsabilidad derivada de sus propias actuaciones. Como en tantos otros órdenes de la vida, nada nuevo bajo el sol, que diría el clásico.

Lo que sí despierta nuestra atención, especialmente a este lado del Atlántico, es la regulación positiva que de tales cualidades y criterios de actuación viene realizándose por las empresas norteamericanas a través de los códigos de conducta a los que sus empleados han de adherirse en el desempeño de sus funciones, lo cual tiene su aspecto positivo, por cuanto pone de manifiesto, particularmente ante el mercado, los valores con los que la compañía se identifica y que le ayudan en su posicionamiento diferenciado frente a la competencia. Lo cual no obsta, sin embargo, para que tales códigos ofrezcan un lado oscuro y generador de desconfianza. Piensen mal y acertarán, porque muy bien podríamos caer en la tentación de entender que muy mal debía estar la situación para que tuviera que recurrirse a la regulación escrita del comportamiento individual.

Si una empresa establece normas de conducta, lo que procede es su cumplimiento, pues otra cosa resultaría del todo incoherente

Repito que la situación puede resultar de difícil comprensión al entendimiento de un español, acostumbrado a una defensa a ultranza de la separación del ámbito personal y profesional, donde en muy contadas ocasiones y generalmente con marcado carácter penal, la conducta personal puede llegar a condicionar el devenir profesional del individuo.

Cierto es que nos hemos familiarizado con los códigos de conducta en el mercado de valores, que tienen como finalidad fundamental la de evitar el aprovechamiento de información privilegiada por los operadores y todo con un carácter, como puede apreciarse, eminentemente profesional, que para nada toma en consideración la esfera privada del sujeto afectado por la normativa indicada. Y me atrevería a decir que pueden parar de contar.

Pero, a diferencia de nuestro Viejo Continente, los códigos norteamericanos ahondan mucho más en las conductas personales de los sujetos obligados y abarcan y efectivamente regulan, de este modo, el comportamiento individual del empleado, estableciendo las consignas de actuación que, inspiradas en los valores superiores predicados por la compañía, supeditan y subordinan en última instancia al individuo respecto de la corporación empresarial. Y precisamente esto ocurre en un país, como Estados Unidos, que si por algo ha querido caracterizarse desde su independencia es por enarbolar la bandera del individualismo, a veces exacerbado incluso. Pero, paradojas de la vida, resulta que el hombre puede ser víctima de su creación empresarial. Perverso del todo.

Ahora bien, dejando de lado la bondad o perversión de los códigos de conducta, lo cierto es que haberlos, los hay, por lo que procede su cumplimiento, pues otra cosa resultaría del todo incoherente. Y si hay alguien que debe pasar por ellos es, precisamente, quien los ha promovido e impulsado, como parece haber ocurrido con el dimitido presidente de Boeing, víctima final de su propia regulación por la que prohibía las conductas que pudieran cuestionar o poner en entredicho la reputación y el buen nombre del grupo empresarial.

Sólo nos queda lamentar que su dimisión haya tenido que ser forzada por el Consejo de Administración.

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