Un camino hacia la insolidaridad
Ya en su primera intervención en el Pleno del Congreso del pasado día 1 de febrero, el portavoz de CiU, Josep Antoni Duran i Lleida, decía claramente que uno de los principales objetivos de Cataluña en el proceso de reforma de su nuevo estatuto de autonomía 'es, sin duda, el de la financiación, el de rebajar y resolver nuestro déficit fiscal'.
En su intervención siguiente, tras lamentar que no se hayan dado a conocer las balanzas fiscales de las comunidades autónomas, señaló el objetivo inmediato de reducir dicho déficit a un 4% de su PIB, la mitad del que existe actualmente según un reciente estudio de la Generalitat, con el fin de mejorar la calidad de vida de la ciudadanía catalana. Coincidía así el mensaje nacionalista catalán con el que acaba de lanzar el lendakari Ibarretxe de que se trataba de que los vascos, 'a la cabeza del Estado en renta familiar disponible (...), lo que queremos es vivir mejor'.
Al parecer, el legítimo deseo de los seres humanos de vivir mejor puede ser aprovechado por los políticos para ganar clientela en mucho mayor grado que otras promesas electorales menos pragmáticas, y a esta conclusión parecen haber llegado no sólo los expertos en sociología electoral que asesoran a la derecha, sino quienes aconsejan a grupos de izquierdas.
De otro modo no se entendería el apoyo ciego de Ezker Batua al plan Ibarretxe o las reclamaciones del tripartito catalán, tan coincidentes con las citadas tesis de Duran i Lleida.
Coincidiendo todos en la misma estrategia electoral, no es raro que a nadie se le ocurriera, citando por ejemplo las recientes estimaciones del Balance económico regional de Funcas para 2002 (número 99 de Papeles de Economía, 2004), decir a los nacionalistas catalanes que el saldo fiscal medio de cada habitante de la Comunidad de Madrid es de -1.403 euros, más del doble que el saldo también negativo de -624 euros por habitante de Cataluña.
Tampoco pareció políticamente correcto señalar al lendakari que ese nivel de vida de Euskadi, que presentaba como mérito propio, obedece en buena parte a las ventajas de un régimen foral que el resto de España les ha permitido tener, lo que se manifiesta en que el saldo de su balanza fiscal, según la misma fuente citada, sea positivo y ascienda a 229 euros por habitante, lo que plantea la curiosa situación de que a un territorio que goza de una privilegiada situación económica se le estén, encima, aportando fondos, en contra del mandato constitucional (artículo 131) de 'equilibrar y armonizar el desarrollo regional, estimulando el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución, tanto a nivel regional como personal'.
Una vez más se da la paradoja de que la información estadística objetiva, que habría de ser la base para un debate sereno y riguroso, se vea sustituida por mensajes simples y estereotipados, donde incluso se trastoca la realidad del modo más descarado y con total impunidad. Y lo penoso del asunto es que, frente a dichos mensajes, que se reiteran hasta la saciedad con gran eficacia política, poco pueden hacer los trabajos científicos sobre balanzas fiscales, sobre los que ni siquiera existe acuerdo metodológico, lo que lleva a resultados dispares, y para cuya elaboración existen serias lagunas de información estadística.
Aumentar el nivel de la renta regional comienza a determinarse como el máximo objetivo, sin que se pase a analizar la génesis de las distintas capacidades económicas y necesidades de los diferentes territorios, aunque en ellas esté la explicación inmediata, respectivamente, de las cuantías de esos pagos e ingresos fiscales que originan los saldos.
De este modo, no se plantean preguntas esenciales como las razones por las que se localiza la inversión y el empleo en unas u otras zonas, la causa de las diferentes necesidades sanitarias y de prestaciones sociales de los distintos territorios, etcétera.
Pero, además, el juego nacionalista oculta el problema de la distribución personal de la renta tras la máscara territorial, como si la población residente en cada territorio fuese un conjunto homogéneo y solidario, sin ricos ni pobres, sin clases sociales ni explotación de unos por otros, sin jóvenes con empleos precarios, sin lenguas y culturas diferentes. Y como si, además, ese conjunto homogéneo fuese inmutable, sin que acontecimientos del pasado, como por ejemplo las migraciones de jóvenes desde tierras pobres a otras donde se localizaba el empleo, hubieran determinado el presente, y sin que la nueva dinámica que se genere pudiera condicionar el futuro.