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Tribuna
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El trío de las Azores o el fracaso del liderazgo impositivo

Uno ya cayó en marzo, Blair se tambalea y John Kerry formará dupla con el populista senador sureño John Edwards en las elecciones de noviembre, y todo apunta a que el tándem demócrata derrocará al número uno del trío de las Azores. ¿Qué está pasando con los que nos llevaron a la guerra? Y, ¿qué tiene que ver esto con el liderazgo?

Sin pretender ser muy académicos, podemos definir al líder como 'una persona capaz de influenciar las conductas de otros hacia una meta preestablecida'. Sin esa meta conocida y aceptada por los implicados en el sistema, el liderazgo se tambalea y empiezan a aflorar multitud de intentos de manipulación, que los liderados aceptan de forma sumisa si no tienen más remedio, pero que a medio o largo plazo intentarán boicotear desde la resistencia o lo contracultural. En Irak nunca hemos sabido cuál era realmente la meta. Las razones aducidas por el trío de las Azores han resultado ser falsas, por lo que nos hemos sentido manipulados. Se nos ha impuesto una guerra, se han tomado decisiones en contra de la opinión mayoritaria, sin pensar que la masa social tiene el poder de las urnas.

La imposición solamente funciona cuando el liderado no tiene más alternativa que la sumisión, como ocurría en las dictaduras de mitad del siglo pasado. Pero las cosas han cambiado. Se necesitarán grandes campañas de marketing político para salvar algo del trío de las Azores. Podemos traspasar este paradigma político al mundo empresarial, donde a menudo se intenta influenciar conductas (se lidera) por imposición de la voluntad del que tiene el poder, sin tener en cuenta a aquellos que con su esfuerzo continuo consiguen los resultados: los colaboradores. La imposición frustra, porque no tiene en cuenta la capacidad de aportar valor de los colaboradores, que se sienten una parte más del engranaje preestablecido. Se desdeña su capacidad de pensar, de debatir, de poner en práctica lo más valioso de toda persona: su talento.

El liderazgo impositivo puede funcionar cuando la coyuntura económica es favorable; cuando no se requieren grandes esfuerzos de innovación, creatividad e iniciativa; cuando la competencia es escasa, y las rutinas son suficientes para mantener el tipo. Es el paradigma clásico tayloriano, que se sostiene porque la demanda es mayor que la oferta, por lo que la iniciativa y la innovación no son valores importantes para la cultura corporativa. Basta con la sumisión, con hacer bien lo que te dicen. Cuando el cliente está cautivo, es suficiente con lanzar el producto al mercado. La escasez de oferta regula rápidamente la venta. Se trata de seguir la corriente y de considerar a la persona un ser no pensante, sólo actuante. Es la ley del más fuerte, basada en un gran poder y un contrapoder escaso, al menos aparentemente. Sin embargo existen muchas formas de contrapoder: fijémonos en Irak. El liderazgo impositivo tiene su fuerza en el miedo que genera, y desde el miedo sólo se potencian actitudes negativas, boicot, venganza y el incremento de fundamentalismos o grupos contraculturales, que se organizan desde lo defensivo. Esto ocurre también en las empresas.

El liderazgo del futuro, y del presente, debe basarse en otras actitudes. La confianza y el compromiso deben erradicar las actitudes basadas en el miedo y en lo defensivo. El líder debe orientar la actividad hacia los objetivos, para clarificar constantemente el porqué de las cosas, evitando que la actividad resulte poco útil, cosa que decepciona en gran manera. Por otra parte, el líder debe facilitar el crecimiento y desarrollo de sus colaboradores: cuanto más crezcan, más crecerá la empresa. Y, finalmente, debe permitir e incluso exigir la aportación de ideas y, consecuentemente, de valor a todos los implicados en los objetivos.

Sólo liderando de esta manera conseguiremos la implicación de los colaboradores en el proyecto de empresa y la máxima eficacia en los resultados a través de la utilización de todo el talento disponible. Por último, conseguiremos que todas las personas acepten las responsabilidades inherentes a su rol, con el consiguiente incremento del sentimiento de utilidad y de motivación, y la vinculación del sistema social al sistema productivo.

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