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Columna
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La renovación del Pacto de Toledo

Una de las realizaciones del último Gobierno de Felipe González fue conseguir que se alcanzara un amplio consenso político y social en torno al Pacto de Toledo sobre las pensiones. La falta material de tiempo y, sobre todo, la precariedad política en que se desenvolvió los meses finales de su mandato, hizo imposible poner en práctica las recomendaciones de dicho pacto, tras el correspondiente y, de manera explícita, recomendado proceso de negociación con los sindicatos. Esta tarea la realizó el primer Gobierno del PP, con el cual CC OO y UGT suscribieron un acuerdo en el otoño de 1996.

En el periodo inicial de su gestación hubo voces en el interior del PSOE que cuestionaban la conveniencia de favorecer un consenso en el que participara el PP, teniendo en cuenta no sólo la impresentable catadura moral y política de su feroz oposición al Gobierno de entonces, sino que, siendo las pensiones y, en general, las cuestiones relacionadas con el sistema público de protección social un campo donde, históricamente, la izquierda ha demostrado tener mayor sensibilidad y un perfil diferenciador más nítido respecto de la derecha, correspondía no mezclarse con ella a la hora de las propuestas reformadoras.

Lo que ha acontecido después, sin por ello deslegitimar ideológicamente aquellas reservas iniciales, permite afirmar que fue acertada la opción de considerar la reforma de las pensiones algo así como una cuestión de Estado y que, sin renunciar a los diferentes enfoques que cada partido o sindicato tenga, convendría preservar cara al futuro dicho consenso.

Porque ante los acontecimientos que se están presenciando en Europa; ante la sistemática presión de una serie de instituciones y fuerzas económicas y financieras para achatar el máximo posible el Estado de bienestar, y ante los sesgados análisis que los corifeos de tales fuerzas realizan para anunciar calamidades sin límite para las pensiones del día de mañana, lo aconsejable es que las reformas que hayan o no hayan de acometerse lo sean con el mayor respaldo político y social posibles, lo que sería buena señal para los actuales y futuros pensionistas. De hecho, esta ha sido una de las más importantes aportaciones del Pacto de Toledo.

Ni que decir tiene que apostar por el consenso supone superar dificultades de diverso tipo. Pero, al menos en principio, no parece que haya razones de peso para prever que lo que fue posible en 1995 y 1996 -acuerdo de los partidos y acuerdo con los sindicatos, respectivamente- no lo sea el año que viene, momento al que todo indica se pospondrá la materialización de un posible acuerdo, sorteando las elecciones generales de la primavera de 2004.

La situación del sistema de pensiones es hoy notoriamente mejor que lo era en 1995, donde, como efecto de la recesión de la economía, el desempleo era enorme. El solo dato de que en 1994 el cociente de dividir el número de cotizantes por el de pensionistas arrojaba la cifra de 1,74, en tanto que hoy está en un 2,46, unido al cuantioso superávit del subsistema contributivo a bastantes años vista, da idea de la relativamente confortable posición para abordar el asunto.

A juzgar por lo apuntado en el borrador sobre el que trabajan en estos momentos los componentes de la comisión parlamentaria encargados de proponer un nuevo texto, las innovaciones más destacables serían las referidas a la petición al Gobierno de que promueva un Libro Blanco sobre la dependencia y la de que se reconsidere la figura de la pensión de viudedad teniendo presentes las notables transformaciones sociales producidas desde el momento en que se instituyó esta figura y el presente.

Por lo demás, no hay grandes cambios de orientación respecto de las originarias recomendaciones del Pacto de Toledo, pues el controvertido asunto de reforzar el principio de contributividad, 'de forma que las prestaciones guarden una mayor proporcionalidad con el esfuerzo de cotización realizado', estaba expresamente recogido en aquel texto.

Lo que sí sería nuevo y podía dar al traste con el consenso para un nuevo acuerdo sería traducir, sin más, la recomendación acabada de citar en un cambio legal que extendiera a toda la vida laboral del trabajador el periodo de cotización necesario para determinar la base reguladora de su pensión. Pero no parece que nadie esté dispuesto a asumir en solitario una medida de este calado que, de entrada, exigiría una ponderación siquiera aproximada de sus efectos y podría inducir a otros debates como, por ejemplo, el de que puestos a reforzar en exceso el principio de contributividad, en menoscabo de otros tanto o más importantes como es el de solidaridad, resultaría injusto que no pudieran adquirir el derecho a una pensión contributiva de jubilación quienes habiendo cotizado bastantes años no alcanzaran los 15 que como mínimo se exigen hoy para acceder a tal derecho.

Más allá de todo esto, lo que interesa destacar es que si del consenso sobre el Pacto de Toledo se ha derivado una experiencia globalmente positiva, lo coherente es intentar que se renueve.

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