La vuelta al mundo de las toallas de Trump
Vivimos en un capitalismo de los deseos que se refleja, por ejemplo, en la generalización de la moda de usar y tirar

Incapaces de resolver los dos problemas actuales que amenazan a la especie humana, la alteración del hábitat por el cambio climático y los riesgos de una inteligencia artificial descontrolada, porque iría contra los intereses de sus financiadores, los líderes populistas se centran en generar seudoproblemas artificiales como lo woke, la inclusividad racial, la teoría del gran reemplazo o la ciencia como amenaza a la tradición religiosa para, asentados en la parte irracional del ser humano, devolvernos al dominio de los nuevos señores feudales que nos quieren como consumidores manipulados y controlados. Y no es una distopía, sino el ideario público de quienes han creado el trumpismo y sus acólitos europeos, que se definen como antidemócratas, tradicionalistas y parte de la ilustración oscura, que es lo contrario de los valores de la razón: derechos humanos, libertad individual y democracia liberal. Es decir, una extrema derecha que niega la autonomía, dignidad y mayoría de edad de los seres humanos.
Mientras tanto, la realidad real sigue avanzando y, por ejemplo, las toallas viejas de Mar-a-Lago, el resort de Trump, se suman a los 92 millones de toneladas de residuos textiles que, cada año, dan la vuelta al mundo, junto a las otras prendas del gran reportaje realizado y publicado por El País, para acabar engrosando los vertederos donde se acumula lo que es ya, tras el plástico, uno de los principales problemas contaminantes de un planeta al que seguimos maltratando, olvidando que es nuestra casa común.
Los economistas sabemos que existe una gran diferencia entre un sistema económico construido para cubrir las necesidades humanas y otro basado en la satisfacción de los deseos humanos. Vivimos en este último, llamado ahora capitalismo libidinal o, también, límbico, que se refleja, por ejemplo, en la generalización de la moda de usar y tirar, que se resume en dos hechos: el creciente incremento mundial en el consumo de ropa; el consiguiente aumento de los residuos textiles, que, en un 70% acaban incinerados o en vertederos, tras recorrer un largo camino alrededor del mundo. Así, el ciclo integral de una toalla de hotel, por ejemplo, desde su fabricación hasta que llega al basurero donde se acumula, conlleva un uso escandaloso de recursos naturales y de contaminación: para obtener un kilo de algodón se utilizan 10.000 litros de agua. Un solo pantalón vaquero necesita, además, 10 kilos de colorantes y químicos, y se emiten 13 kilos de CO2.
Hasta la llegada de los neoreaccionarios trumpistas al poder, la clase política y empresarial de Occidente había alcanzado compromisos de sostenibilidad. En el textil, en torno a cuatro líneas de trabajo: soluciones tecnológicas que permitan medir y evaluar la generación de residuos textiles; uso de nuevos materiales reutilizables; recogida selectiva de residuos con monitorización del proceso, incluyendo el reciclaje y, por último, implantar la llamada slow fashion, que reduzca el consumo compulsivo de ropa de poco uso (abra sus armarios y mire cuánta ropa personal, de cama o de baño tiene, y cuánto hace que no utiliza mucha de ella).
La magnitud del problema (la UE por sí sola generó en 2022 7 millones de toneladas de desperdicios textiles, de los que solo un 15% se depositaron en puntos de reciclaje) y el ritmo al que crece ha empujado a una Unión Europea democrática, que busca el bien común sostenible, a ir aprobando legislación al respecto, con tres puntos clave: medir la huella textil, reducir los desperdicios y compensar o mitigar, como se hace con los créditos de carbono. Y esto requiere dos cosas: establecer la responsabilidad de hacerlo en el productor, empezando por la recogida selectiva, y dotarle de mecanismos que le permitan contabilizar a lo largo de toda la cadena de suministro la cantidad total, utilizada o descartada, la reciclada y la mitigada, estableciendo datos trazables de los 33 epígrafes en que se clasifican los productos.
Aunque la presión de los consumidores y la propia responsabilidad de los productores ha hecho crecer la sensibilidad ante el problema, la UE está preparando una directiva marco de residuos donde se incluyen los textiles tomados aquí como ejemplo de un problema de basuras mucho mayor que tenemos los humanos, camino de dividirnos entre aquellos que nos hacemos cargo de nuestros desperdicios y aquellos otros, trumpistas incluidos, que los abandonan en vertederos, esperando que, como por milagro, desaparezcan, aunque sean elementos no biodegradables.
El seguimiento de 15 prendas geolocalizadas realizado por Planeta Futuro y publicado en el reportaje citado arriba me dejó mal sabor de boca. El problema existe, es grave y, si nadie hace nada, va a crecer con el paso del tiempo. Y te planteas: pero ¿qué se puede hacer para que los deseos normativos de Europa se traduzcan en realidad? ¿Es posible compatibilizar el capitalismo con un enfoque circular de la actividad económica que asuma los costes externos que, hoy en día, se cargan sobre el planeta? Y un vídeo en las redes sociales me ha devuelto el optimismo. Se titula Undressing the planet y recoge testimonios de gentes que, desde los cuatro puntos cardinales, está haciéndolo posible ya, gracias a una startup española (T_Neutral). Y me alegro cuando leo que otra spin-off, también española (Aracne), trabaja en sistemas informáticos para detectar errores y minimizar el desperdicio textil. Se puede.
Si pensamos en la Tierra como una nave espacial, hay cuatro problemas esenciales a resolver: cantidad y calidad de aire respirable y de agua potable, fuentes energéticas no agotables (sol y viento) y adecuado control de basuras y desperdicios. Las cuatro forman parte de una visión del ser humano y de su responsabilidad colectiva, así como de la economía como parte del conjunto de actividades que realizamos para sobrevivir en las mejores condiciones posibles, utilizando la razón y la ciencia. Todo eso que, ahora, algunos irresponsables, llaman woke y quieren abolir. Los mismos que invierten sus millones en intentar huir hacia Marte. ¿Se llevarán, como recuerdo de la vieja Tierra, toallas con el logo de Mar-a-Lago?
Jordi Sevilla es economista