Un balance crítico de la marcha de la economía y una alternativa
Con un crecimiento tan gaseoso como generoso, España acumula 13 años de superávit corriente, pero con déficits
La economía española ha logrado corregir los desequilibrios que la llevaron cerca del colapso en la Gran Recesión con la ayuda de la política monetaria/fiscal del Banco Central Europeo y un estimable ejercicio de autocontrol de los agentes domésticos. Pero se ha amanerado con un crecimiento gaseoso, elevado pero gaseoso, anclado en los servicios de limitado valor añadido y del poco productivo empleo que generan, sin explorar con suficiente convicción las actividades y las reformas que agrandan el crecimiento potencial necesario para hacer frente a la embestida de gasto público que el envejecimiento lleva aparejado.
El relato público destaca el devenir y la luz de una serie de variables optimistas que tendrán una longevidad limitada si no se afrontan las decisiones que corrijan las sombras latentes, que son el estancamiento crónico de la productividad y el enorme alud de deuda pública que engordará la factura de pensiones con el paso de los años, y que aguarda durmiente con la anestesia inyectada por la política monetaria practicada para toda Europa.
Da la sensación de que 15 años después del estrangulamiento de la actividad de la Gran Recesión, la economía sigue haciendo la digestión del gran banquete de inversión, deuda y déficit de balanza de pagos que había devorado durante la primera década del siglo, la primera década del euro. De que empresas y familias encuentran reparos a retomar el apetito por la inversión, pese a que las condiciones financieras son cuasi tan generosas como cuando afrontaron la bacanal del crédito a tipos reales negativos.
Pudiera parecer que la economía está atrapada en la misma trampa que las europeas, puesto que muchas de ellas, las más grandes, coquetean permanentemente con la recesión. No es el caso, puesto que desde la Gran Recesión la renta per cápita y la productividad se ha estancado en España, mientras que ha seguido a su ritmo, lento pero imperturbable, en la mayoría de los socios comunitarios. Cierto es que ahora, tras el cierre de 2024, España es el miembro del euro que más crece y el que más dinamiza su empleo, pero un análisis cualitativo de la evolución de ambas variables exige una reacción bien meditada si tales avances quieren prolongarse.
El crecimiento está fundamentado en una desatada demanda de servicios de limitado valor añadido y alta intensidad en el uso de fuerza laboral, que funciona como motor de propulsión de la propia actividad. Está fundamentado también en el abuso del consumo público activado desde 2020 y de gusto estructural en el Gobierno, así como en la venta al exterior especialmente de servicios turísticos, seguramente la actividad más dinámica desde la pandemia, en tanto que las manufacturas siguen estancadas.
De todo ello resulta un avance del empleo generoso, pero de bases endebles, con un componente de reparto muy intenso que ceba la contratación a tiempo parcial clásica y de nueva creación como los fijos discontinuos (tiempo parcial anualizado), que concentra las remuneraciones en la banda más modesta de la escala salarial.
El último Policy Brief del think tank EuropG, presentado en Madrid por su autor Josep Oliver, catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona, revela ese desequilibrio entre las magnitudes financieras y el limitado recorrido que proporcionan. Dado que la inversión de los agentes privados, particulares y corporativos, sigue estancada pese a que se dan las condiciones macroeconómicas para su reactivación, persiste el desapalancamiento iniciado tras la Gran Recesión, hasta el punto de que los niveles de pasivo de empresas y familias está ya en niveles más modestos que los europeos, donde la inversión ha retomado la marcha.
Tal desendeudamiento contribuye tanto a mantener señales de disciplina financiera agregada, tales como la prima de riesgo, consecuencia de una sostenida capacidad de financiación de los agentes privados que compensa la necesidad de financiación de los públicos, como a consolidar un increíble superávit por cuenta corriente por decimotercer año consecutivo, y a llevar la posición internacional de inversión (PII), o deuda exterior neta, a valores gobernables y muy alejados de los que pusieron al país al borde del abismo hace ya catorce años.
El citado informe llama la atención tanto sobre el papel de la política monetaria (de marcado carácter fiscal) del BCE para empujar hacia la virtud las finanzas de los países europeos, y en España de manera muy particular (el Banco de España tiene en sus bodegas más del 30% de la deuda pública española que tendrá que externalizar en los próximos años), como del limitado recorrido de esta práctica en las variables internas si no se acometen reformas intensas que eleven el crecimiento potencial de la economía que permitan afrontar en el futuro una deuda pública que aflorará al hilo del envejecimiento.
Los umbrales mínimos a los que llegará el gasto en pensiones en los próximos años superan el 16% del PIB, con cálculos incluso más pesimistas por parte de algunos institutos de análisis económico. Afrontarlo sin ningún tipo de ajuste en el gasto parece complicado cuando ya ahora, tal como expresó hace unas semanas Ángel de la Fuente, director de FEDEA, en un seminario sobre la cuestión organizado por este periódico, la aportación pública para sostener las pensiones es de unos 50.000 millones de euros (uno de cada cuatro del gasto en ese capítulo), y en un futuro no muy lejano el déficit de explotación del sistema de pensiones, por usar terminología empresarial, puede llegar al 6% del PIB.
Hasta ahora España ha dispuesto de la red de seguridad del BCE, que ha anestesiado a los mercados con su intervencionismo creciente. Incluso dispone de un mecanismo más llamado a garantizar la transmisión correcta de la política monetaria que servirá para auxiliar a los tesoros del sur de Europa si vuelven a pintar bastos en el horizonte. Pero en vez de confiar en tal mecanismo, España precisa de una política que incentive la inversión en reindustrialización y tecnología, seguramente de la mano de la Unión Europea (Draghi y Letta lo han dicho muy clarito) para reactivar la productividad y el empleo cualificado que pueda sostener las tasas de dependencia activos/pasivos con sus propias fuerzas.
Se trata de pasar de la literatura a las matemáticas en la política industrial, de superar de una vez la “promesa ritual” incumplida en que se ha convertido el giro en el modelo productivo al que se comprometen todos los responsables políticos desde hace treinta años, como recuerda el economista Antoni Castell. Se trata de que Europa se sacuda la secular pasividad frente a Asia y Norteamérica, con liderazgo, unidad de criterio y abundancia de recursos. Si no se hace, la notable diferencia ya existente en el avance de la riqueza entre Europa y el resto del mundo empezará a ser inabordable.
José Antonio Vega es periodista.