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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Muface o la resistencia de un privilegio privado financiado con dinero público

El debate sobre la renovación del concierto sanitario de los funcionarios es una ocasión para revisar o extinguir el modelo

Funcionarios convocados por CSIF durante la concentración del 11 de noviembre ante la Subdelegación del Gobierno en la Plaza de España de Sevilla para exigir al Ejecutivo la reactivación de la negociación en la Función Pública y la continuidad en Muface.
Funcionarios convocados por CSIF durante la concentración del 11 de noviembre ante la Subdelegación del Gobierno en la Plaza de España de Sevilla para exigir al Ejecutivo la reactivación de la negociación en la Función Pública y la continuidad en Muface.Julio Munoz (EFE)

La Mutualidad General de los Funcionarios Civiles del Estado (Muface) es una anomalía social, ideológica y económica incrustada en una sociedad que dispone de un sistema sanitario universal y gratuito y, al decir de sus gestores, de excelentes estándares de calidad, una alternativa pública financiada por todos y que sirve a todos. El mecano sanitario de los funcionarios es un cuerpo extraño en la bolsa marsupial del Estado, que se agarra al vetusto modelo protector de las mutualidades gremiales del siglo XX, que varias veces en democracia se ha estudiado revisar o eliminar, pero que es algo que nadie se atreve a hacer por el poder de presión que tiene el colectivo protegido. ¿Habrá llegado ahora el momento?

Las añejas mutualidades gremiales y empresariales, que proveían de asistencia sanitaria y rentas de jubilación, desaparecieron en los 80 del pasado siglo para poner orden en el sistema de protección y coto a privilegios que en muchos casos eran bombas de relojería financiera para las empresas, y lo hicieron con resistencia numantina de los colectivos clientes. Eran muy numerosos y resistentes en la Institución Telefónica de Previsión o los sistemas de pensiones de la banca, y pequeños colectivos también combativos como el del singular Montepío de la Mancomunidad de los Canales del Taibilla, o la Mutualidad de los Mozos Arrumbadores de Aduanas, ambos integrados ya en la Seguridad Social. Hasta el régimen de clases pasivas del Estado ha entrado en vías de extinción, ya que todo el personal que ha ingresado en la Administración pública desde 2011 está adscrito a la Seguridad Social.

La mutualidad de los empleados públicos, fundada en su versión última en un Real Decreto de junio de 1975, gestiona los servicios sanitarios de 1,49 millones de personas (funcionarios y sus familias) con la doble opción, modificable voluntariamente cada año, de acogerse a la sanidad pública o a la prestada por aseguradoras privadas, posibilidad esta utilizada de forma muy mayoritaria. Este modelo tiene dos réplicas menores en el Instituto Social de las Fuerzas Armadas (Isfas), con protección a 559.000 personas del Ejército y la Guardia Civil, y en la Mutualidad General Judicial (Mugeju), que atiende a 92.000 clientes de la carrera judicial.

La financiación de los servicios corre a cargo del erario, con niveles insuficientes en los últimos años, a criterio de las aseguradoras que han prestado el servicio, ya que muchas otras (Sanitas, Mapfre o Caser) habían abandonado el concierto antes por la infrafinanciación. En el contrato de 2022 a 2024, se actualizaron los haberes en un 10%, que fueron desbordados por el oleaje inflacionista reciente, generando cuantiosas pérdidas a las tres únicas firmas que prestaban la atención: Adeslas, Asisa y DKV.

Las compañías aseguran que el déficit de recursos que aporta el Estado lleva generando pérdidas diez años, pese a lo cual no todas ellas han renunciado a los contratos. Pero este año, cuando deben renovarse las condiciones financieras, han dicho basta y han renunciado incluso a presentarse al concurso, pese a que el Gobierno propuso un incremento de la prima del 17%, hasta los 2.681 millones de euros para el periodo 2025-2026. Un incremento insuficiente, dicen, para cubrir los costes y no repetir la experiencia del último trienio, en el que han acumulado 600 millones de euros en números rojos.

Además de la inflación, que sí ha sido repercutida con generosidad en las primas a los asegurados particulares estos años, las aseguradoras advierten de que el envejecimiento del colectivo funcionarial (su edad media ha avanzado mucho en el último decenio) amerita incrementar la atención ambulatoria y hospitalaria, hasta el punto de desbordar la iguala que financia el Estado. En todo caso, las aseguradoras valoran la posibilidad de retener el contrato por considerar que les proporciona estabilización a la cuenta de resultados y masa crítica en el mercado, además de presencia en zonas con alta competencia.

Entre el argumentario de las firmas privadas para mantener el concierto, con la financiación adecuada si es que llega, está el supuesto riesgo que supone para la sanidad pública encajar de golpe la atención de 1,5 millones de pacientes. Tal riesgo es discutible, pues la sanidad pública, que también está infrafinanciada en términos comparados (1.740 euros per cápita es la mitad que en Francia, con 3.900 euros, o un tercio que en Alemania, con 5.050), absorbe cada uno de los últimos años en España un crecimiento de población de casi 600.000 personas inmigrantes y lo encaja con deportividad y sin gran pérdida adicional de calidad, pese a mantener niveles a veces sonrojantes de listas de espera diagnósticas o quirúrgicas.

No es, por tanto, una excusa válida. Es razonable que las empresas quieran retener el jugoso contrato público a un precio justo, que, entre otras cosas, aliviaría las presiones sobre las primas del resto de la cartera de clientes, que sí han absorbido, y con creces, la erosión inflacionista.

El Gobierno tendrá que ofrecer una solución antes de fin de año, que puede pasar por elevar su aportación hasta cerca del 38% que exigen las empresas de seguros para prolongar dos años el modelo, o forzar una prórroga de nueve meses y esperar y ver. Sería una fórmula que abriría definitivamente el debate sobre la continuidad del modelo de Muface, y que podría concluir con su extinción. Concluiría así un privilegio privado para trabajadores públicos financiado con los impuestos de todos los españoles, incluidos aquellos que no tienen la capacidad económica para elegir un privilegio equiparable.

El colectivo de funcionarios, la vanguardia por excelencia en la defensa del sector público por la naturaleza de su trabajo y de su renta, prefieren un servicio privado en detrimento de la sanidad pública dispensada también por funcionarios. Una contradicción funcional e ideológica que anida también en los partidos que impulsan con más firmeza la iniciativa pública frente a la privada, y que, en algunos casos –la ministra de Sanidad sin mirar más lejos– defendieron en el pasado finiquitar este tipo de privilegios, pero que ahora “no es una prioridad”.

Aunque es una prebenda que podrán retener solo desde el exclusivo ámbito individual si, desaparecida Muface, optan por mantener sus pólizas privadas, pero, eso sí, financiadas con sus propias fuerzas, como hacen otros diez millones de españoles que combinan la sanidad pública con la privada. En una economía y sociedad abierta es lo lógico combinar el servicio público con el privado a libre elección. A fin de cuentas, los defensores de la exclusividad de la provisión pública de servicios, sean sanitarios o educativos, no deben desconocer que, si desaparece la pata privada, la pública colapsa.

José Antonio Vega es periodista.

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