Demasiada prosperidad, el problema del capitalismo moderno
Desde el cambio de siglo, ya no asistimos al retorno de la rentabilidad a un nivel medio a largo plazo, que es el sello distintivo de una economía verdaderamente competitiva
Desde la década de los 70, la tasa media de crecimiento de la renta mundial por persona ha caído de casi el 3% anual a menos del 1%. Los economistas se rascan la cabeza ante este rompecabezas de la productividad. Sin embargo, es posible que la raíz del problema se encuentre en la respuesta natural de los seres humanos a las comodidades sin precedentes de la vida moderna en el mundo desarrollado. Al fin y al cabo, un experimento anterior con colonias de ratones revela que los roedores también tienen problemas para hacer frente a la prosperidad.
A finales de los años 60, el etólogo estadounidense John B. Calhoun llevó a cabo un experimento en el que colocó cuatro parejas reproductoras de ratones en un gran recinto con abundante comida, agua y material para anidar. Al principio, la población de ratones despegó. Sin embargo, al cabo de 10 meses, el crecimiento empezó a disminuir. Siguió lo que Calhoun denominó un “hundimiento conductual”, ya que los ratones macho se volvieron solitarios y las hembras dejaron de criar. A los 30 meses, el último ratón había muerto. Algunos científicos creen que la extinción de esta colonia se produjo porque los ratones ya no se enfrentaban a las amenazas habituales de los depredadores y la escasez de recursos para las que estaban adaptados por la evolución.
¿Qué tiene esto que ver con el colapso del crecimiento de la productividad entre los seres humanos? Bien, consideremos cómo ha cambiado el capitalismo a lo largo de los siglos. Al principio de la revolución industrial, la vida económica era brutal: las recesiones graves eran frecuentes, la competencia entre empresas era feroz, los deudores morosos eran encarcelados y el Gobierno proporcionaba un apoyo mínimo a quienes sufrían dificultades económicas.
Por otra parte, las recuperaciones económicas solían ser rápidas y el crecimiento de la productividad se mantenía robusto durante largos periodos. Para los contemporáneos, este tórrido ciclo de auge y caída era una fuente de vitalidad económica. Como escribió el economista francés del siglo XIX Clément Juglar: “Por paradójico que parezca, la riqueza de las naciones puede medirse por la violencia de las crisis que experimentan”.
El espíritu de esta versión anterior del capitalismo se caracteriza mejor por el consejo del secretario del Tesoro de EE UU, Andrew Mellon, al presidente Herbert Hoover tras el crack bursátil de 1929: “Liquidar, liquidar, liquidar”. El lema del siglo XXI, sostiene Ruchir Sharma es “licuar, licuar, licuar”.
Los gobiernos desarrollados modernos, afirma, intervienen ahora constantemente para aliviar las dificultades económicas. Las empresas estadounidenses están envueltas en burocracia. El Código de Reglamentos Federales se ha multiplicado por más de 10 desde la década de 1960: solo su índice requiere cinco volúmenes, con unas 700.000 entradas. El código tributario tiene casi 7.000 páginas, a las que hay que añadir otras 68.000 del Servicio de Impuestos Internos. Las empresas han respondido volviéndose más burocráticas: en EE UU hay ahora un directivo por cada cinco trabajadores. El centro del poder empresarial se ha desplazado hacia los recursos humanos, dando lugar a lo que David Brooks denomina “muerte por mil cortes de papel”.
Tras la crisis financiera, los bancos centrales recurrieron a tipos de interés ultrabajos y compras a gran escala de activos para impulsar el empleo y reactivar los mercados. Los rescates se extendieron a diversos sectores, desde Wall Street hasta los fabricantes de automóviles de Detroit. Estas intervenciones han socavado la vitalidad del capitalismo, según Sharma. Los tipos ultrabajos distorsionaron la asignación de capital y mantuvieron a las empresas zombis con respiración asistida. Se detuvo el proceso de “destrucción creativa” de Joseph Schumpeter, que el economista consideraba la característica esencial del capitalismo. También disminuyó el ritmo de creación y destrucción de empleo.
El dinero fácil facilitó que las grandes empresas engulleran a las más pequeñas. La laxa aplicación de las leyes antimonopolio fomentó aún más la consolidación de la industria. Sharma sugiere que las regulaciones excesivas beneficiaron a las empresas ya establecidas al crear barreras de entrada para los competidores potenciales. Los lobbies han abundado. El resultado es que los beneficios se han hinchado. Desde el cambio de siglo, ya no asistimos al retorno de la rentabilidad a un nivel medio a largo plazo, que es el sello distintivo de una economía verdaderamente competitiva.
El capitalismo, dice Sharma, “ha perdido su dinamismo, sufriendo menos recesiones, gracias al estímulo constante, cada vez con menos efecto de limpieza, gracias a los rescates, dejando atrás más monopolios malos, más madera muerta corporativa. El resultado es que el crecimiento de la productividad es cada vez más decepcionante, ralentizando el crecimiento global, y dejando al sistema capitalista con cada vez menos potencial para avanzar hacia el bien mayor”.
Durante los últimos 50 años, el Gobierno federal ha registrado déficits casi constantes. Un superávit presupuestario durante el último año del segundo mandato del presidente Bill Clinton es la única excepción. El despilfarro fiscal alcanzó su apogeo durante el año pandémico, cuando los estímulos del Gobierno y del banco central superaron conjuntamente el 35% del PIB. La deuda nacional de EE U ha vuelto a niveles vistos por última vez al final de la Segunda Guerra Mundial. Y esto excluye los enormes pasivos públicos contingentes, como los compromisos en materia de pensiones y sanidad, así como las garantías estatales para depósitos bancarios, hipotecas residenciales y similares.
A medida que se ha ampliado la participación directa e indirecta del Gobierno en los asuntos económicos, el crecimiento de la productividad ha disminuido. Cada vez se necesita más deuda pública para generar crecimiento: en 2022 se necesitaban 3 dólares de deuda para producir un dólar más de PIB, tres veces más que en la década de 1970. Las investigaciones de los economistas suecos Andreas Bergh y Magnus Henrekson muestran que un aumento del tamaño del Gobierno en 10 puntos porcentuales se asocia con una tasa de crecimiento anual entre un 0,5% y un 1% menor.
Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff sostienen que los gobiernos no tienen que preocuparse por las crisis de deuda si registran grandes superávits presupuestarios, mantienen bajos niveles de deuda, se endeudan a plazos más largos y no tienen pasivos fuera de balance. El Gobierno estadounidense no cumple ninguna de estas condiciones.
El Banco de Pagos Internacionales advierte de que la consolidación fiscal de los gobiernos occidentales es una “prioridad absoluta”. Los vigilantes de los bonos ya anticipan un mayor endeudamiento si el expresidente Donald Trump vuelve a la Casa Blanca, lo que podría hacer subir tanto la inflación como el rendimiento de los bonos.
Sharma cree que el punto de inflexión solo llegará cuando el Gobierno se quede sin dinero. Compara el avance del capitalismo dirigido por el Estado con la llamada “revolución en el tratamiento del dolor”, que vio cómo los médicos distribuían opiáceos sintéticos incluso para lesiones moderadas. Es necesario un cambio de cultura. Tenemos que aceptar, dice, que cierto grado de sufrimiento económico es inevitable. Si seguimos eludiendo el dolor a toda costa, nuestro destino puede ser tan sombrío como el de los desafortunados ratones de Calhoun. Y no existe ningún negocio financiero que nos proteja de ese desenlace.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Pierre Lomba Leblanc, es responsabilidad de CincoDías.
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