La fiebre victoriana por el ferrocarril ofrece valiosas lecciones a los inversores en IA
En el bum por el tren de 1840 en Reino Unido, las previsiones de ingresos fueron optimistas, y se subestimaron los costes
El entusiasmo por la IA solo es comparable a las voraces necesidades de inversión de esta tecnología. La inversión total superará el billón de dólares en 2027, según predice Leopold Aschenbrenner. El antiguo ejecutivo de OpenAI afirma que existen precedentes históricos de tal gasto, y cita la inversión masiva en los ferrocarriles británicos en la década de 1840. Sin embargo, este boom tecnológico –que produjo pérdidas cuantiosas y previsibles– constituye una advertencia saludable.
El primer ferrocarril que utilizó locomotoras de vapor, el Stockton and Darlington Railway, se inauguró en 1825 y se diseñó para transportar carbón, no pasajeros. Los promotores no apreciaron la demanda potencial de viajes de alta velocidad. Sin embargo, el éxito de la inauguración del ferrocarril de Liverpool y Manchester en 1830 demostró la viabilidad del transporte de pasajeros. A principios de la década de 1840, la red británica superaba los 3.000 kilómetros. Las compañías ofrecían a los inversores unos beneficios aceptables, pero no espectaculares
La fiebre ferroviaria se apoderó de la nación, no solo por sus beneficios económicos, sino por sus efectos sobre la civilización. Un diario preveía un día en que “el mundo entero se habrá convertido en una gran familia que hablará una sola lengua, gobernada en unidad por leyes semejantes y adorando a un solo Dios”. El índice ferroviario se duplicó: la inversión alcanzó un máximo de unos 40 millones de libras en 1846 y 1847. Los entusiastas predijeron que pronto sustituiría a todas las carreteras del país.
Algunos escépticos plantearon sus dudas. The Times se preguntaba en julio de 1845: “¿De dónde vendrá todo el dinero para la construcción de los ferrocarriles?”. Y señalaba más tarde: “No existe el capital, la mano de obra, ni siquiera el material, para más que una cierta cantidad”. The Economist también temía que la inversión de enormes sumas agotara los ahorros de la nación y desviara capital de otros usos.
El escritor Dionysius Lardner calculó que las nuevas líneas serían inevitablemente poco rentables. En 1845, los ferrocarriles británicos transportaron casi 34 millones de pasajeros y obtuvieron unos ingresos de 6 millones de libras. Para que las 8.000 millas de nuevas líneas obtuvieran la rentabilidad prevista del 10%, estas cifras tendrían que quintuplicarse en solo cinco años. “Esto debería haber alarmado a los observadores”, escribe Odlyzko. “Pero estaban engañados por la psicología colectiva y distraídos por los problemas inmediatos de financiación de la construcción del ferrocarril”. En 1847 estalló una crisis financiera, inducida en parte por el desvío de capital hacia planes ferroviarios poco rentables. Las previsiones de ingresos eran optimistas, y los ingenieros subestimaron los costes. La moda de construir líneas directas entre grandes ciudades resultó equivocada: la mayor parte del tráfico resultó ser local. Como resultado, la red británica sufrió un exceso de capacidad. Las compañías redujeron los dividendos, ya que el rendimiento cayó al 3%.
Alasdair Nairn escribe que las burbujas se caracterizan por la aparición de una tecnología sobre la que se pueden hacer afirmaciones extravagantes con aparente justificación: nuevas publicaciones lo promocionan acríticamente, se crean nuevas empresas para satisfacer la demanda de los inversores, que suspenden sus criterios habituales. La tecnología suele ser inmadura. Se produce un enorme exceso de capital, lo que obliga a reducir el rendimiento potencial.
Igual que la manía ferroviaria británica, el auge de la IA se ajusta a la descripción de Nairn. La diferencia es que en 1840 los ferrocarriles estaban establecidos, mientras que la IA está en pañales. El auge de los ordenadores autodidactas es más extravagante que cualquier cosa en Gran Bretaña hace casi dos siglos. Aschenbrenner predice que para finales de la década tendremos “superinteligencia en el verdadero sentido de la palabra”. Sin embargo, muchos se preguntan si los ordenadores llegarán algún día a replicar todas las capacidades de la mente humana. Los costes de inversión de los modelos lingüísticos son asombrosos.
“La IA es excepcionalmente cara”, dice Jim Covello, de Goldman Sachs. “Y para justificar esos costes, la tecnología debe ser capaz de resolver problemas complejos, algo para lo que no está diseñada”. Covello duda de que vaya a aumentar o sustituir sustancialmente las interacciones humanas. Tras 18 meses de IA generativa, afirma: “No se ha encontrado ni una sola aplicación verdaderamente transformadora , y mucho menos rentable. La pregunta es: ¿qué problema de un billón de dólares resolverá la IA?”.
Según David Cahn, socio de Sequoia Capital, el gasto en chips gráficos Nvidia y el coste de los centros de datos necesarios para su funcionamiento solo se justifican si la IA genera unos ingresos anuales de al menos 600.000 millones de dólares. Las ventas actuales de OpenAI, que domina el mercado, apenas alcanzan los 3.400 millones de dólares. Como escribió Lardner en su estudio de 1846 sobre la escasa rentabilidad futura del ferrocarril: “Este tema abre muchos puntos de vista curiosos e interesantes”.
Nairn sugiere que es más fácil identificar a los perdedores de las burbujas tecnológicas que a los ganadores, cuyo éxito no suele hacerse patente hasta pasados varios años. En el actual frenesí de la IA, sin embargo, todo el mundo se considera ganador. No hay perdedores evidentes. Cuando vuelva la cordura al mercado, este orden podría invertirse. Hay otra característica común de las burbujas tecnológicas como la fiebre ferroviaria de la década de 1840: mientras los precios de las acciones sigan subiendo, nadie presta atención a los escépticos.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Pierre Lomba Leblanc, es responsabilidad de CincoDías.
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