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El Foco
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué se debe cambiar la política de incentivos a la investigación

La retribución y carga docente del investigador depende más de la categoría laboral y la edad que de la proyección internacional del CV

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No faltan economistas que abogan por reformar la política pública de investigación, para optimizar los lazos entre la sociedad, con sus empresas y Administraciones y la academia. Como los profesores de Harvard Pisano y Shih en Producing Prosperity, libro de cabecera de los adalides de la reindustrialización de Occidente.

En España, el primer paso podría ser corregir dos prácticas poco edificantes que han salido a la luz recientemente. La primera son los investigadores que firmaban sus artículos con doble afiliación, poniendo en primer lugar una universidad saudí por delante del centro español con el que tenían dedicación exclusiva. Según datos de la consultora Siris, España sería el país del mundo con más casos por cada 1.000 investigadores. La doble afiliación mejora el posicionamiento internacional de las universidades foráneas, a costa de mermar el de las nacionales.

En segundo lugar estarían aquellos profesores que han publicado sus investigaciones en revistas científicas cuestionables, especialmente de la editorial MDPI, y han dopado sus currículums para progresar más rápidamente. Este tipo de revistas poseen tres características que, en conjunto, no se dan en una buena revista. Concretamente, son revistas en las que obligatoriamente el investigador paga por publicar, en no pocas ocasiones con dinero público; carecen de una especialización clara, para, en tercer lugar, conseguir publicar miles de artículos, maximizando los ingresos editoriales por esos pagos obligatorios. Según datos de investigadores de la Universidad de Granada, España sería el segundo país del mundo con más publicaciones MDPI por cada 1.000 investigadores, casi empatado con el primero, Portugal.

Ante ambas denuncias, no faltan los que únicamente responsabilizan a los investigadores que incurrieron en estas cuestionables prácticas, como si el alto número de implicados fuera una triste casualidad; o, incluso, los que culpabilizan al sistema científico internacional, obviando una pregunta incomoda: ¿cómo explicar la primacía española en ambas situaciones?

Antes de imputarlo a algún déficit del carácter ibérico, quizás convenga cuestionar el diseño institucional del sistema español de incentivos a la investigación. Un sistema extremadamente burocrático, endogámico, demasiado subjetivo, extravagante y cicatero a la hora de recompensar la excelencia.

En primer lugar, nuestra excesiva burocracia asfixia a los investigadores nacionales, mientras dificulta la llegada de buenos investigadores extranjeros, enfrentados a las enrevesadas plataformas que emplean demasiadas universidades y agencias de evaluación. Prueba de este irrazonable nivel de burocracia es cómo han ido surgiendo empresas que cobran por subir a estas plataformas el currículum de los investigadores patrios, en teoría, personas con sobrado intelecto para hacer esta tarea autónomamente. Burocracia que convierte a nuestros investigadores en recolectores de certificados, fetiches casi mágicos que permiten acreditar múltiples méritos.

En segundo lugar, nuestro sistema favorece la endogamia. La constante y complicada evaluación en España, y su escasa retribución económica, hace que mayoritariamente sean investigadores españoles los que evalúan a otros investigadores españoles que, al estar muy compartimentados los campos de conocimiento, no es infrecuente que se conozcan. Trufando el proceso de filias y fobias. También es un sistema bastante subjetivo, ya que, en no pocas áreas de conocimiento, especialmente en ciencias sociales, se ha optado por infrautilizar o rechazar las métricas objetivas de producción científica. De hecho, parece que esta tendencia se acentuará, ahora que Aneca, la principal agencia de evaluación española, se ha adherido a DORA, que es una alianza internacional que aboga por una evaluación más cualitativa. Aunque no suele ser la excelencia investigadora lo que define a sus firmantes, sí existe una sobreabundancia de españoles en DORA. De hecho, otra vez somos el primer país del mundo con más adherentes por cada 1.000 investigadores.

Además, Aneca aprovechó su reciente adhesión a DORA para repudiar un informe que ella misma había financiado y publicado hace dos años, precisamente para intentar frenar las publicaciones MDPI. Este repudio nos permite introducir otros dos defectos de nuestro sistema, su volubilidad y extravagancia. Es un sistema veleidoso, sometido a constantes cambios de criterios, incluso, como en este caso, la Aneca se autocorrige dentro de una misma legislatura. No es infrecuente que, por ejemplo, cada año haya cambios en los criterios de valoración de los complementos salariales de investigación, especialmente en ciencias sociales. Difícil de entender cuando la epistemología de la ciencia, disciplina que estudia lo que debe considerarse ciencia, no ha cambiado de paradigma en las últimas décadas.

Pero nuestro sistema también es extravagante. Prueba de ello es que en el citado informe Aneca anti-MDPI figuraran las dos mejores revistas científicas del mundo, Science y Nature, en el listado de revistas de comportamiento irregular. Otro ejemplo de esta querencia por la extravagancia es que, durante años, Aneca valoró como criterio para el ascenso laboral que todos los investigadores desarrollarán innovación docente. No pocas veces produciendo investigaciones caseras en pedagogía, sin que generalmente alcanzaran la necesaria difusión internacional.

Este sistema de incentivos hace que toda iniciativa reformista pronto degenere en café para todos. Buen ejemplo de ello fueron los bien orientados campus de excelencia internacional del presidente Zapatero. Pero en las tres convocatorias anuales que hubo antes de su paralización, 32 universidades públicas consiguieron este galardón, cuando, según el ranking de Shanghái, solo teníamos entonces cuatro entre las 300 mejores del mundo (ahora solo dos). Es una sugerente ucronía especular si, con una docena de convocatorias más, hubiéramos acabado autoproclamando excelentes internacionalmente a todas nuestras universidades.

Todo ello hace que, de forma cicatera, y salvo en contadas universidades, las retribuciones y la carga docente de los investigadores, más aún tras la LOSU, dependan más de la categoría laboral y la edad del investigador que de la proyección internacional de su currículum.

Por todo ello, cabría preguntarse si tiene capacidad nuestro sistema científico para autorregularse y desarrollar incentivos autóctonos exitosos alternativos a las métricas internacionales estándar. Un sistema incapaz de que ningún investigador, desde un centro de investigación español, gane el Premio Nobel o la Medalla Fields en Matemáticas en más de cien años. A la luz de la experiencia empírica acumulada, un falsacionista descreído empezaría a cuestionar esta hipótesis.

José Ignacio Castillo Manzano es Catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla

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