La desmesura normativa y la calidad democrática
El Gobierno ha aprobado un ‘decretazo’ antes del 23J con 223 páginas de regulación. La última hora no justifica eludir los procedimientos de elaboración de las leyes
Si los historiadores, dentro de décadas, hubieran de datar un momento trascendental para el deterioro de la calidad de nuestra democracia, competiría, con muchos méritos, el de la publicación en el BOE del reciente Real Decreto Ley 5/2023, de 28 de junio, de larguísimo título, que les ahorro. La democracia es, entre otras cosas, respeto de las formas y de los procedimientos, confianza en que los cauces procedimentales previstos serán los utilizados, sin atajos ventajistas ni elusión de los trámites pertinentes. De no darse una severa corrección de rumbo, dentro de algunos años un nuevo Santiago Zavala podría preguntarse cuándo se jodió no el Perú, como en la novela de Vargas Llosa, sino España. Y digo esto por varias razones.
Ante todo, disuelto el Parlamento y convocadas elecciones, el Gobierno perpetra un auténtico decretazo: 223 páginas de textos normativos en el BOE, con 60 de exposición de motivos. La excusa de la falta de trasposición de directivas europeas, con el consiguiente riesgo de sanciones, con la que se presenta, de entrada, la nueva regulación, es una excusa de mal pagador. La falta de trasposición deriva de la inacción previa y la utilización del decreto ley para ello debe ser excepcional, como han recordado el Tribunal Constitucional y el Consejo de Estado. Las urgencias de última hora no pueden justificar la elusión de los procedimientos de elaboración de las leyes. Aparte de que el decreto ley dista mucho de limitarse a la trasposición de directivas.
Pero es que, además, la extraordinaria y urgente necesidad que requiere el artículo 86 CE para que pueda recurrirse al decreto ley, aparte de la excusa de la trasposición, no se ve por ningún sitio. En parte, se trata de normativa que estaba ya tramitándose como proyecto de ley, lo que significa, por definición, que en su momento no se apreció la extraordinaria y urgente necesidad de la regulación. Siendo eso así, apreciar ahora, a posteriori, esa urgencia extraordinaria no deja de ser un fraude procedimental. Máxime cuando existen en el decreto ley previsiones de aplicación de la normativa aprobada que, en algún caso, llega a 2026. Las amplias tragaderas del Tribunal Constitucional van a ser, probablemente, puestas a prueba.
Pero hay más. El único hecho relevante que se ha producido entre el momento de tramitación como proyecto de ley, en el que no se apreció, como dijimos, obviamente, la urgente y extraordinaria necesidad de la regulación, y la promulgación del decreto ley es la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales. Que, tras estas, a posteriori, se aprecie la extraordinaria y urgente necesidad constituye, en mi opinión, un fraude constitucional. Esta apreciación ex post no tiene en realidad otra finalidad que la de eludir la caducidad de los proyectos legislativos en tramitación en el momento de la disolución de las Cortes. El que exista una diputación permanente y que tenga atribuidas las facultades del artículo 86 CE, por tanto, la de convalidación de los decretos leyes (artículo 78.2 CE), debería interpretarse restrictivamente, para los decretos leyes cuya convalidación estuviera pendiente. En modo alguno debería ser interpretada como permisiva de la aprobación de nuevos decretos leyes, sin límite alguno, durante el periodo en que las Cortes estuviesen disueltas. Y mucho menos cuando lo que se pretenda con ello por el Gobierno sea sortear la disolución de las Cortes y la caducidad de los proyectos de ley en tramitación.
En cuanto al contenido, llama la atención ante todo que por esta vía excepcional se regule un tema de tanta importancia como el de las modificaciones estructurales de las sociedades mercantiles, con la atribución de relevantes derechos de información, participación y consulta de los trabajadores y de sus representantes, y con previsiones acerca del mantenimiento de los contratos de trabajo y de las relaciones laborales, sin el más mínimo debate, sin la preceptiva participación de los órganos consultivos y sin la necesaria consideración unitaria a la luz del conjunto de la normativa laboral. Aparte de ello, y de la variopinta normativa contenida en el decreto ley, hay que destacar la significativa ampliación de derechos laborales, conectados con las políticas de conciliación de la vida laboral y personal. Se recuperan previsiones del frustrado proyecto de ley de familias, se amplía la duración de permisos laborales preexistentes, se crean nuevos permisos (el parental de ocho semanas, el de “fuerza mayor” de cuatro días al año), y se refuerza la posición de los trabajadores en los supuestos de solicitud de adaptación o de reducción de jornada. Y no solo eso, sino que alejándose de los aspectos jurídicos de estas cuestiones a los que debería ceñirse la norma, y entrando de lleno en el terreno de los intereses o de las cuestiones sociales, se impone a las empresas un papel de tutela en ámbito que les debería resultar completamente ajeno. Aparte de que no se sabe muy bien cómo articularlo: “En el ejercicio de este derecho”, se repite en la norma cuando contempla los derechos de conciliación, “se tendrá en cuenta el fomento de la corresponsabilidad entre mujeres y hombres y, asimismo, evitar la perpetuación de roles y estereotipos de género”. Deberíamos preguntarnos si eso es algo que corresponde a las empresas y, sobre todo, cómo podrían hacerlo sin inmiscuirse en la esfera privada e íntima de los trabajadores. Leyendo algunas normas parece que hemos perdido el norte. Y no solo los españoles, sino también los europeos. Un botón de muestra: la reciente directiva europea de 10 de mayo de 2023 (2023/970, sobre igualdad retributiva por un mismo trabajo o trabajo de igual valor), afirma que, a la hora de establecer sus estructuras retributivas, las empresas “en particular no subestimarán las aptitudes interpersonales pertinentes” (artículo 4.4). Tengo pesadillas, desde que leí la norma, imaginando que algún cliente me envíe su estructura retributiva y me pregunte si ha subestimado las aptitudes interpersonales pertinentes o qué tiene que hacer para no subestimarlas.
Un último apunte, que puede parecer anecdótico pero que no lo es tanto: la obsesión por el lenguaje “sin sesgo de género” lleva a convertir, en el decreto ley, al abogado en “persona profesional de la abogacía” y al procurador en “persona profesional de la procura”, aunque luego se hable de “el recurrente” o “el fiscal”. No puedo evitar que se me vengan a la cabeza nuevas frases hechas: “Esto lo voy a poner en manos de mi persona profesional de la abogacía”, o “este tema que lo arreglen nuestras personas profesionales de la abogacía”. Como dijo el otro, aquí ya no cabe un tonto más.
Federico Durán es Catedrático de Derecho del Trabajo. Consejero de Garrigues
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