Pacto salarial: más vale un mal acuerdo que un buen conflicto
Tras dos años de inflación, patronal y sindicatos cierran una subida que no repara los daños y puede sostener el alza de precios cuando esta decline
Veinte meses largos han pasado desde que la inflación devora rentas y ahorros, y veinte meses han tardado las cúpulas de los sindicatos y de los empresarios en cerrar un limitado pacto de rentas hasta enero de 2026 para cuyo viaje se antojan inútiles las alforjas. Tras renegar críticamente de su colaboración activa con la política social del Gobierno durante unos cuantos años, la CEOE ha esperado con paciencia, sin moverse ni un ápice de su posición, a que los sindicatos se entregaran. Y lo han hecho con un acuerdo que no repara los destrozos que la inflación ha hecho en la renta de la gente y que puede sostener el avance de los precios y reanimarlos cuando ya la tendencia es declinante.
Lo lógico es pensar que siempre tiene más valor un mal acuerdo que un buen conflicto, aunque para aseverar tal cosa hay que analizar bien los términos del pacto y elucubrar con tino los del conflicto. Lo veremos, pero antes conviene recordar que este acuerdo salarial está hecho mirando el espejo retrovisor, como una faena a toro pasado, sin correr riesgo alguno las partes contratantes, mientras que sus representados, los asalariados sobre todo, corrían con todos. Las empresas y sus plantillas tienen depositados en las patronales y los sindicatos un mandato no escrito con ciertas dosis de confianza para que les resuelvan determinadas cuestiones, y, como ocurre cada vez con más frecuencia, han sido defraudadas.
¿Defraudadas? Depende: en 2022, mientras unos y otros reclamaban un gran pacto de rentas que añadiese a las tradicionales directrices sobre el alza de salarios cierto control de los beneficios, una política fiscal (ingresos y gastos públicos) que contribuyese también a maniatar la inflación, y una regla general de comportamiento para todas las rentas, precios y costes (desde los alquileres o los precios de los autobuses), los convenios no se paralizaron. Los comités y las empresas practican sus particulares relaciones industriales y, ya fuera porque tenían los convenios cerrados de años anteriores o porque fueron añadiéndolos en el curso de los meses, cerca de once millones de asalariados tenían al comenzar el año sus condiciones laborales firmadas, una cantidad similar a la de 2019, 2020 o 2021.
Con alzas retributivas medias totalmente desbordadas por la inflación en la inmensa mayoría de los casos, los acuerdos demuestran que nadie espera por las decisiones de la cúpula patronal y las de las cúpulas sindicales para ordenar su vida laboral. Las grandes empresas, y muchas no tan grandes, tienen convenios propios (pese al intento de la ministra de Trabajo y de los sindicatos por reducirlos a la mínima expresión), y ajustan sus decisiones a la marcha de su actividad, sin esperar a que nadie les diga qué tienen que hacer, cuándo y cómo.
En los meses transcurridos de este año sí existe un parón en la negociación tanto en los acuerdos de empresa como en los sectoriales, tanto por la expectativa creada en los comités de que sus mayores iban a lograr un gran acuerdo que corrigiese los desmanes de la inflación, como por los cambios legislativos sobre la naturaleza y competencia de los convenios colectivos.
Finalmente, hay un acuerdo que recomienda alzas salariales del 4% este año, y del 3% tanto en 2024 como en 2025. Pero las empresas y los comités se ceñirán a ello, o no, en función muchas veces de sus propias circunstancias, en un ejercicio de negociación colectiva asimétrica que se ha practicado en los últimos años. La economía del país no es lineal, cada sector de actividad tiene un comportamiento diferente, productividades diferentes y demandas diferentes, y a ellas deben ceñirse los aumentos de los costes, sobre todo los salariales, en una economía globalizada en la que el resto no son controlables.
Lo pactado pretende resolver un ciclo de negociación colectiva de cinco años: dos ya transcurridos con inflación galopante y sin noticias de acuerdo de salarios, y tres con un parco acuerdo de rentas, y unas expectativas de inflación inquietantes. Solo en los últimos veinte meses la inflación media anual ha superado el 7% (7,07%), y ha provocado una pérdida de poder de compra a los asalariados que se acogen a convenios de casi un 10% (9,77%, pero casi el 15% en la factura de la alimentación), concentrando la gran pérdida en 2022. Una cesión que no se recuperará ahora pese a la insistencia sindical en los últimos meses, salvo que las alzas pactadas para este y los dos próximos años superen con creces la inflación.
Tal podría ser el caso si las subidas de tipos del BCE frenan la demanda para contribuir a ello, y otra serie de circunstancias no controlables se alían en la encomienda. Pero la inflación subyacente sigue muy elevada, y tanto en el caso de España como en el resto de la eurozona, no debe descartarse el riesgo de sobrealimentar la inflación con las subidas de costes ahora pactadas, justo cuando la tasa general, aunque sea muy lentamente, empieza a declinar.
Un acuerdo el firmado que, a falta de conocer detalles que pudieran haber incorporado a última hora, se ciñe a las nóminas y deja de lado o como meros enunciados no vinculantes todas las variables que las centrales consideraban determinantes: creación de empleo, control de los beneficios, disposición a capitalizar los fondos de pensiones de empresa, la irrenunciable recuperación del poder de compra perdido en 2022, y el establecimiento de cláusulas de revisión salarial puras para evitar nuevas pérdidas. El acuerdo surge de la súbita prisa de las centrales sindicales por cerrar un pacto que eche una mano al Gobierno proporcionando paz social de aquí al fin de un año crítico, para exhibirla como un activo más de su política económica.
Es indudable que la paz social es un activo que cotiza para la estabilidad de la economía y las decisiones de todos los agentes económicos, así como para incentivar la inversión interna y externa en el país. Pero en este caso, la sorpresiva compenetración de patronal y sindicatos en las posiciones de la primera, que más parece una rendición de los segundos, y tras la cansina amenaza sindical de un otoño caliente con el inaudito estímulo dialéctico del Gobierno, hace sospechar que se trata de una operación política de las centrales, que, además de tener poca fe en su verdadera capacidad de movilización laboral, se han mostrado desde el primer día como entregados y entusiastas fans del Gobierno Sánchez-Díaz.
José Antonio Vega es periodista
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