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La punta del iceberg
Tribuna
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La infantilización de las políticas públicas que deriva en populismo

Los gobiernos toman medidas y señalan sólo sus posibles beneficios en una actitud que presupone que la sociedad no entenderá los costes

Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados en la última sesión de investidura.
Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados en la última sesión de investidura.Mariscal (EFE)

Cuenta la leyenda que una ministra afirmó que no descansaría hasta que todas las comunidades autónomas estuvieran por encima de la media en la implementación de su política. Y es que el juego democrático exige a quienes buscan revalidar sus cargos o conquistar nuevos seguidores vender políticas que beneficien, o hagan creer que benefician, a sus potenciales votantes. Es el juego lícito en el que se embarca el político. Siempre sucedió y siempre sucederá. Sin embargo, el avance de la polarización, la profundización en lo identitario, a lo que se añade, en el caso particular del ruedo patrio la necesidad de diferenciarte incluso dentro de un mismo gobierno de coalición ha conducido hacia una exacerbación en la simplificación de la política, reflejada en un constructo de propuestas y, sobre todo de argumentos, simplificados al extremo.

En el primer día del curso de economía 101, explicamos el concepto de coste de oportunidad, que trasciende a la misma economía y se convierte en la base del estudio sobre cómo los individuos tomamos buena parte de nuestras decisiones. La mera existencia de un coste de oportunidad en las decisiones da sentido a estas últimas. Si no existiera dicho coste no necesitaríamos decidir. Pero que exista el más simple sacrificio implícito en la elección entre varias alternativas implica la necesidad de tomar parte de una de las alternativas a costa de las demás. Esto supone implícitamente asumir un coste por no haber elegido lo descartado.

Por ejemplo, cada mañana, cuando suena en despertador, muchos toman la decisión de permanecer unos minutos más en la cama. El beneficio, para quien le gusta de estar acomodado entre sábanas y edredones, es el placer derivado de la situación. El coste que debes asumir es el riesgo, y la intranquilidad derivada, de llegar tarde al trabajo, colegio o universidad o perderte un maravilloso amanecer.

En primavera, en Sevilla, el coste de asistir a clase a primera hora de la tarde es elevado. Los alumnos tienen que sopesar si permanecer oyendo las razones del estancamiento secular de la productividad española frente a sentarse en una terraza disfrutando del sol y el incipiente calor primaveral. La tentación es elevada. No es de extrañar que la asistencia a clase sea menor en abril que en noviembre. El coste de oportunidad de asistir a una clase magistral sobre la PTF es elevado. Al final, nuestras preferencias serán las que nos digan qué hacer.

Más ejemplos. Supongamos que estoy desempleado. Imaginemos que tengo una prestación o un subsidio. En ese momento me llega una oferta de trabajo acompañado de su correspondiente salario. Surge el momento de decidir. Debo tomar una decisión entre dos alternativas: aceptar o no el empleo. ¿Qué sopesaré para tomar esta decisión? Pensemos.

Vamos con los pros (beneficio) de aceptar. Por un lado, obtengo un ingreso que viene determinado por la nómina. En segundo lugar, adquiero experiencia, que se acumula en mi capital humano y que como cualquier capital genera rendimientos a largo plazo (más salario en el futuro). En tercer lugar, tiene beneficios psicológicos, pues ayuda a elevar la autoestima de quien no tenía empleo.

Vamos con los costes (porque sí, aceptar un empleo frente a un subsidio o una prestación también tiene costes). En primer lugar, reduce las horas de “ocio”. Nuestro tiempo es preciado para nosotros, y su disponibilidad se debe intercambiar a un precio. Cuanto menos tengamos disponible, más caras la venderemos. En segundo lugar, dificulta la conciliación. Además, también es posible que el empleo no sea lo que habíamos pensado, asumiendo por ello un coste derivado de esta situación. Finalmente, perdemos la prestación o subsidio.

Un análisis coste-beneficio valorando el coste de oportunidad de cada acción, como es este caso, nos lleva a la toma de la decisión. Así, aceptar el empleo tiene costes. No solo perdemos horas de ocio, sino una prestación. Cuanto mayor sea esta, mayor es la probabilidad de rechazar el empleo, a pesar de que esto conlleve un coste mayor a largo plazo (los seres humanos somos impacientes y valoramos mucho más el presente que el futuro, aunque esto implique un peor bienestar a largo plazo). Es por ello por lo que, cuando elevamos una prestación, debemos explicar cuáles son los beneficios de esta política y, también, sus costes asociados. La evidencia, para este caso, nos dice que en positivo tenemos una reducción de la desigualdad y aumento del bienestar a corto plazo. A largo, mayor desempleo y peor acumulación de capital humano.

Y es que explicar solo los potenciales beneficios de una medida, sin que reparemos en los potenciales costes, no es de recibo. Cuando subimos el salario mínimo es obvio que nadie va a negar la existencia de un beneficio claro para ciertos grupos en el corto plazo. Pero lo que no debemos aceptar es que se nos quiera vender dicha política sin que nos cuenten las contraindicaciones. El coste está siempre presente, pues una política en un entorno de recursos escasos y de usos alternativos siempre comporta un coste de oportunidad. A veces los beneficios ganarás, otras, no.

Tenemos más ejemplos. Poner límite a precios en mercados como el de los alquileres puede mantener bajos los precios de estos (al menos oficialmente). Pero los costes pueden ser mucho mayores: reducción de oferta, aumentos de precios encubiertos y mayor dificultad de acceso a la vivienda. No creo que esto lo encuentren en la exposición de motivos de una ley que busque controlar los precios.

En resumen, sin negar la existencia de beneficios en la aplicación de ciertas políticas, sería deseable que además se expusieran cuáles son los costes potenciales de su aplicación. Sin embargo, muchos pensarán que esto deviene del propio juego de la democracia, y que hay que asumirlo. Pero no pocos opinan que no hacerlo asume la infantilización del electorado, con mensajes que sólo parecen interesarse en tratar a los votantes como gente adorable a la que solo se le pueden decir cosas buenas. Es cierto que es posible que ser totalmente sincero desde una tribuna de orador no tiene rédito político. Pero intuyo que hay una parte del electorado que desea que se le trate como lo que son: adultos que valoran los mensajes y pueden analizar las decisiones tomadas. Lo contrario es populismo.

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