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La punta del iceberg
Tribuna
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La deuda no tiene por qué ser mala: si es razonable posee sus virtudes

La comparación entre la forma de administrar un hogar y la gestión pública no siempre es apropiada y puede llevar a conclusiones erróneas

Supermercado de El Corte Inglés.
Supermercado de El Corte Inglés.

Existe una visión que busca equiparar la gestión de una economía familiar con la de un país en la aplicación de ciertos valores que puedan resultar beneficiosos. En esta línea, algunos consideran como imperativos los principios que guían las decisiones financieras de un hogar responsable como referencia para la gestión pública. Sin embargo, es importante reconocer que, por diversas razones, esta comparación no puede justificarse completamente al evaluar las posibles consecuencias de incumplir esos principios en ambos contextos. Quiero dejar claro que esta postura no implica oponerse a los valores de responsabilidad y transparencia, ni sugerir que no debamos exigir a las instituciones políticas y a sus líderes una gestión responsable de los fondos públicos. Lo que quiero recalcar es que los factores y desafíos involucrados en estas dos esferas son muy distintos, lo que hace que la comparación no sea apropiada en todos los casos.

En primer lugar, es necesario destacar que no siempre es válido asumir que los hogares actúan en consonancia con los valores financieros que idealizamos. Históricamente, dos de las crisis económicas más significativas del último siglo fueron desencadenadas por un exceso de deuda privada, y no de deuda pública. Esto nos muestra que las familias no siempre administran su deuda de manera eficiente y óptima. Por ejemplo, la crisis de 1929 fue parcialmente resultado de una acumulación de deuda privada que se extendió durante casi una década en varios países, con Estados Unidos en su epicentro. Es importante señalar que esta acumulación de deuda también estuvo influenciada por políticas e incentivos que la promovieron. Sin embargo, es evidente que las familias no siempre responden virtuosamente ante estos estímulos, sino que, en general, actúan de manera contraria. Esto plantea la cuestión de si el sector privado puede realmente servir como un modelo de virtud económica. Las burbujas económicas son ejemplos notorios en este sentido. Además de la Gran Depresión o más recientemente la Gran Recesión, la historia nos recuerda episodios como la fiebre del tulipán o la Compañía francesa de las Indias, que demuestran que, en ocasiones, el sector privado se vale por sí solo para meterse en problemas, sin necesidad de intervención pública.

En segundo lugar, este paralelismo y comparación se basan en la creencia de que un estado debe comportarse como una familia en asuntos como el endeudamiento. Todo tiene un límite, y un gobierno que se endeuda a perpetuidad tendrá que someter su economía, moneda y finanzas a un reinicio muy doloroso. Esto es cierto en numerosas ocasiones, pero no es una ley universal, ya que no siempre ocurre. En situaciones no tan extremas, un gobierno puede tener déficits constantes y aun así no entrar en una situación imposible. Este privilegio que tiene un estado no lo tiene una familia.

Las razones que permiten esta posibilidad a unos y no a otros son principalmente dos. En primer lugar, los estados no perecen en el tiempo como lo hace una persona (familia). Esto hace que su capacidad para devolver deuda sea mayor. En segundo lugar, la deuda, y ahora iré a ello, juega un papel relevante en el crecimiento económico. Un aumento de la deuda a favor de un mayor crecimiento (es obvio que hay niveles óptimos en este aumento) puede reducir su carga al elevar la capacidad de pago más rápidamente de lo debido. Es por eso por lo que nunca es relevante cuánto debemos, sino cuánto de lo que ganamos al año dedicamos a pagar los costes de lo que debemos.

Pero yendo a lo más importante, tampoco es válido catalogar a la deuda como algo intrínsecamente negativo. Ni la deuda privada, desde luego, ni tampoco la deuda pública. La deuda emitida por corporaciones, familias o estados desempeña un papel relevante en el funcionamiento de la economía tal y como la conocemos, fomentando el crecimiento económico siempre y cuando las cantidades no excedan los límites soportables. Sin deuda, no hay activos en los que invertir. Sin deuda, no hay ahorro. Son dos caras de la misma moneda. La capacidad de traer ingresos futuros al presente impulsa el crecimiento si se hace eficientemente. Si esta capacidad faltara, la economía simplemente se paralizaría. Si no pudiera endeudarme hoy para comprar una casa o invertir en mi empresa, muchos hogares no tendrían acceso a bienes básicos o muchas empresas morirían antes de nacer. Además, la deuda permite redistribuir en el tiempo nuestro nivel de gasto para facilitar el crecimiento y suavizar así los ciclos económicos.

En este sentido, además, numerosos estudios han destacado el papel fundamental de los sistemas financieros para facilitar la eficiente colocación de la deuda y el ahorro, y, por lo tanto, su efecto sobre el crecimiento. El acceso a activos financieros funciona como un seguro contra eventos inesperados. Bien gestionado, reduce los efectos de eventos imprevistos, como el desempleo, el cierre de un negocio o el fallecimiento de un miembro de la familia. Para poder acceder a estos “seguros”, es decir, activos, necesitamos que alguien asuma deuda en el otro lado del espejo.

Podemos continuar. Si la deuda, mantenida en su nivel óptimo, contribuye al crecimiento y mitiga riesgos, la deuda pública, en ausencia de deuda privada, puede desempeñar un papel fundamental en este contexto. Después de la Gran Recesión, cuando la deuda corporativa se redujo de manera significativa, fueron los estados quienes, mediante aumentos masivos en la deuda pública, impidieron un daño aún mayor. Ahora, observamos estos niveles y nos preocupamos, con razón. Pero ¿cuál habría sido la alternativa? ¿Mercados paralizados y una economía sin lubricación?

Dicho esto, quiero enfatizar que los efectos positivos de la deuda se mueven por un camino estrecho. Una cantidad insuficiente de deuda en una economía no estimularía el crecimiento, ya que reprimiría el consumo e impediría la inversión. Por otro lado, una economía excesivamente endeudada, tanto en el sector privado como en el público, nos llevaría a ajustes necesarios que conllevarían paralizaciones abruptas y dolorosas. Por lo tanto, es esencial mantenerse dentro de ciertos límites.

En resumen, el endeudamiento en sí mismo no es negativo, ni lo es la deuda que genera. Tanto los hogares como las instituciones públicas recurren a ello y, dentro de límites razonables, contribuyen y facilitan un mejor desempeño de cualquier economía. Sin embargo, los incentivos que a veces nos impulsan a superar esos límites siempre están presentes. Por lo tanto, es crucial mantener un control riguroso tanto en los hogares, que generalmente no son guardianes de virtudes olvidadas con frecuencia, como en el sector público, al que en ocasiones es necesario atar en corto.

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