Las empresas disfuncionales (y la renuncia silenciosa)
La mezcla de expertos focalizados en lo suyo, gestores miopes y trabajadores presos de la rutina es letal para las compañías
En un reciente informe elaborado por Microsoft se afirma que el 41% de los profesionales probablemente considerará dejar su trabajo este año; es la llamada gran renuncia. Pero entre aquellos que no están en disposición de hacerlo por diferentes motivos (necesitan el sueldo, no pueden asumir el riesgo, etc.) se está produciendo una corriente de renuncia silenciosa, que es cuando el empleado decide hacer lo mínimo, sin excederse en horarios ni tareas, para no ser despedido.
Tanto la gran renuncia como el gran silencio es posible que tengan lugar en empresas e instituciones disfuncionales desde hace décadas. Ello explicaría por qué alrededor del 55% de los trabajadores británicos se siente excesivamente presionado, agotado o continuamente deprimido en su lugar de trabajo, y casi un 40% considera que su trabajo no aporta nada significativo al mundo en general. Una opinión que ya se conocía en 2015.
Los estudios realizados al respecto han encontrado que una organización empieza a ser disfuncional en sus ámbitos laboral y directivo cuando concurren al menos tres circunstancias de forma generalizada y comprobable. Tan solo una de ellas debería ser motivo de preocupación, pero la combinación de las tres puede ser letal.
La primera es la ausencia de espíritu crítico. Se trata de empresas en las que se asumen las reglas y rutinas sin cuestionarlas, solo para no causar problemas, de manera que hay asuntos que se quedan estancados y sobre los que nadie informa. Como ejemplo, un directivo con aspiraciones de crecer en una muy reconocida empresa, cuyo nombre no viene al caso, que sigue unas sencillas normas: hay que decirle al jefe lo que quiere oír incluso cuando este solicita una crítica; si el jefe quiere que algo desaparezca, hay que hacerlo desaparecer; debes ser sensible a sus deseos, de manera que te puedas anticipar; no reportes a tu jefe lo que él no quiere que le reportes; estate preparado para cubrirle; haz lo que tu trabajo requiera y mantén la boca cerrada. En este contexto, hacer preguntas es una actividad peligrosa. Si las organizaciones ignoran las contradicciones, evitan el razonamiento reflexivo y dejan de plantear preguntas incómodas, comienzan a pasar por alto los problemas. Pero el autoengaño siempre termina mal.
Otra señal de organización disfuncional es la ausencia de justificación, y se produce cuando no se buscan las causas o razones por las que se toman las decisiones. En esas empresas nadie se pregunta por qué se hacen las cosas ni tampoco se reciben explicaciones. La cultura empresarial predominante en estos casos es muy simple, aunque no sencilla: una regla es una regla y debe ser seguida, incluso aunque no esté claro si tiene sentido mantenerla. Aquellos asuntos que cuestionan las normas son desechados y las decisiones adoptadas se argumentan por razón del rango (el CEO lo quiere así, por ejemplo), por una convención establecida (siempre se ha hecho de esta forma) o por un tabú (nosotros no podríamos hacer nunca eso). Muy propio de empresas con este tipo de disfuncionalidad es implantar programas a partir de un conjunto de ideas generadas por el staff corporativo, consultores de negocio, académicos y otros colaboradores con la idea de mejorar las estructuras corporativas, ajustar el proceso de toma de decisiones, levantar la moral de los equipos y crear un lugar de trabajo más humano. Aunque estas medidas son muy valoradas por los equipos porque están impulsadas desde lo más alto, y no necesariamente buscando una posible mejora de la productividad, muchos directivos son escépticos en cuanto a su utilidad; algunos las consideran rituales sin efectos prácticos. Aun así, normalmente los directivos adoptan estos programas con entusiasmo, pero con el tiempo se van olvidando silenciosamente atrapados en la resistencia viscosa que existe en toda organización.
La tercera señal que indica que una empresa es disfuncional aparece cuando sus gestores dejan de preguntarse por las consecuencias de sus acciones y su significado y, en su lugar, se enfocan en los asuntos más operativos. Estas compañías carecen de razonamiento sustantivo y poseen una visión de túnel que las lleva a centrarse solo en cómo tienen que realizarse las cosas en lugar de plantearse si realmente deben o no hacerse. En definitiva, se trata de entornos en los que se sigue el juego a quienes toman las decisiones de manera teórica, para luego hacer lo contrario. Esta distancia, a veces abismo, entre la realidad y la retórica genera un profundo sentimiento de desilusión profesional que lleva a perder el sentido de compromiso con la organización. De ahí que sean muchos los que acaban por renunciar abiertamente o en modo silencioso, estado de ánimo que se va extendiendo en el interior de la empresa y se refleja hacia el exterior.
Hay que admitir que la mezcla de expertos enfocados solamente en lo suyo, gestores séniors miopes y trabajadores presos de la rutina puede servir para solucionar problemas a corto plazo, pero encierra un riesgo muy alto de generar problemas a largo plazo. Por eso es importante que a la hora de tomar decisiones dentro de una empresa no se escatime tiempo ni energía; que se consideren los aspectos problemáticos y se valore toda la información posible. Si se ejercen las capacidades reflexivas en todos los niveles, se solicitan y se reciben las razones de las decisiones tomadas y se trabaja siendo conscientes de las consecuencias de las decisiones adoptadas, las disfuncionalidades tenderán a desaparecer. Y, sobre todo, se evitará que la inteligencia de las personas que trabajan en las organizaciones y empresas tenga que ser camuflada para no perjudicarse a sí mismas.
Carlos Balado es Profesor de OBS Business School y director general de Eurocofín
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