¡Qué mala fortuna! Adiós, Mr. Marshall
Los llamados ultrarricos podrán evitar el nuevo impuesto del Gobierno, mediante mecanismos de elusión fiscal, o yéndose a otros países
Parece que, últimamente, a los ricos no les está sonriendo la fortuna, ya que el Gobierno está cocinando un nuevo impuesto a las grandes fortunas al calor del Black Friday tributario que están promoviendo cada vez más autonomías y que permite eludir el pago del impuesto del Patrimonio, una figura vetusta y que grava la acumulación de riqueza y el ahorro de aquellos que ya cumplieron con sus obligaciones fiscales, y a quienes se les llama ricos porque disponen de bienes por valor de 700.000 euros, eliminando la vivienda habitual.
Y como el diablo se encuentra en los detalles, aparte de que se trata de un impuesto con baja capacidad recaudatoria, la clave está en lo que se entiende por rico. Con los actuales límites, que no cambian a pesar de la inflación y del catastrazo, cualquier contribuyente de clase media que tenga un apartamento en la playa y algo de ahorros, tras muchos años de duro trabajo, sacrificio y de renuncia a disfrutar de algunos parabienes de la vida para así llegar a viejo con un capital suficiente con el que disfrutar de sus últimos años de vida, ya estaría dentro del club de los afortunados. El problema es que la envidia social nos haga pensar que esas personas son realmente ricas y que apoyemos este tipo de impuestos.
El argumento es que hay que aumentar la recaudación de forma temporal, pero hay palabras que pierden su significado cuando son aplicadas a determinadas leyes e impuestos, pues el impuesto al patrimonio nació hace más de 40 años, con carácter temporal, y sigue vivito y coleando.
Parece bastante injusto que quien ya ha tributado por sus rentas, bajo un sistema progresivo, se le pida un esfuerzo adicional, mientras el Estado gasta sin pudor en partidas que no son necesarias o que podrían reducirse, al menos en situaciones de crisis económica. No me refiero a la sanidad y educación, que se usan como armas arrojadizas cuando se busca bajar impuestos, sino a los 30.000 millones de intereses por la deuda pública que no hace más que crecer, los 12.000 millones presupuestados para ecosistemas resilientes o los 2.250 millones de cooperación para el desarrollo, entre otros. Quizás, el primero que tendría que hacer un esfuerzo temporal es el propio Estado, reduciendo gastos suntuosos e innecesarios.
Con los datos de la AEAT para el año 2020, se puede observar que en España hay 724 contribuyentes con un patrimonio declarado superior a los 30 millones de euros, de los que solo una tercera parte pagan el impuesto del patrimonio por el que se recaudan unos 130 millones. De igual forma, hay 147.125 personas que tienen un patrimonio mayor de 300.000 y hasta 1,5 millones de euros, de las que el 94% pagan y generan una recaudación de 180 millones. El tramo más goloso es el que corresponde a los 58.612 contribuyentes que tienen una riqueza entre 1,5 y 6 millones de euros, de los que pagan el 80% de ellos y que generan unos ingresos para las arcas públicas de unos 618 millones. En total, la recaudación es de unos 1.200 millones.
Estos datos evidencian que hay mucha demagogia con la palabra rico, pues el segmento más numeroso de contribuyentes es de clase media, porque los ricos disponen de mecanismos fiscales para eludir este impuesto.
Por tanto, son las cuentas de la lechera, porque si intentas coger un saltamontes, va a saltar porque no quiere ser atrapado, sino libre. Y cuando hablamos de las grandes fortunas y sus afortunados, a alguien se le olvida decir lo más importante: que salvo quienes practican el sadomasoquismo, la gran mayoría de los grandes capitales saltará a otro país en el minuto cero en que tenga vigor el impuesto.
Los llamados ultrarricos se encuentran ya analizando los mecanismos de elusión fiscal disponibles y, si no los encuentran, probablemente fijarán su residencia en países aledaños, que esperan con los brazos abiertos para dar la bienvenida a los nuevos Mr. Marshall, refugiados tributarios que huyen de las consecuencias de una batalla fiscal que les hace caminar sobre un campo de minas impositivas.
Y quienes se quedan es porque gozan de exenciones, como es el caso de las empresas familiares, que representan casi el 90% de las empresas y contribuyen en más del 57% al PIB, dando empleo al 67% de los trabajadores, por lo que se puede decir que esta figura contribuye a consolidar la riqueza y el crecimiento de nuestra economía y es la mayor fuente de generación de empleo.
Por ahora, las participaciones en una empresa familiar se encuentran exentas de tributación en el impuesto del Patrimonio, y la cuestión que surge es si con el nuevo impuesto y con la excusa de su temporalidad y el mantra de que quien más tiene aporte más, se eliminará dicha exención y se pondrá en riesgo, si aún cabe más, nuestro maltrecho crecimiento económico y nuestro precario mercado de trabajo, lo que podría ser la puntilla tras la estocada inicial.
Pero si realmente queremos apoyar a los más vulnerables, lo más eficaz será posibilitar que tengan un empleo y que la economía vaya como un cohete, algo que se merma cuando los grandes capitales se marchan del país.
Si ningún país de la UE tiene esta figura impositiva es porque es mucho mayor el daño que genera a la economía que el beneficio a las arcas públicas. Todo apunta a que la motivación es política y no de redistribución de la riqueza, forzada por una parte del Gobierno que está en precampaña, y también, como medida para contrarrestar las rebajas fiscales que se están prometiendo en algunas regiones, en un año de elecciones autonómicas y generales, que pueden acelerar un vuelco electoral indeseado para algunos partidos.
Juan Carlos Higueras es analista económico y profesor de EAE Business School