Contra el conformismo con un crecimiento lánguido
La previsión de actividad reduce a mínimos el diferencial con la zona euro y complica reducir con intensidad paro, déficit y deuda: España necesita crecer bastante más
Los políticos que gobiernan observan la pérdida de pulso de la economía española embriagados en la complacencia de que “crecemos muy por encima de Europa”, de que si no avanzamos más es porque ellos no nos ayudan a hacerlo, como si crecer a tasas en torno al 2% resolviese alguno de los dos grandes problemas estructurales que tiene el país (el desempleo y un endeudamiento descomunal), o como si mantener esta especie de prima de actividad sobre los socios europeos fuese estructural o estuviese en los tratados de la Unión”. De esta misma manera arrancaba esta misma columna hace ahora casi un año en demanda de esfuerzos adicionales para vigorizar un crecimiento económico que entraba lentamente en una lánguida tendencia de desaceleración. Como no ha habido la respuesta deseada, sino más bien el refugio en la pasividad, sigue siendo pertinente reclamar las reformas que lleven el crecimiento potencial notablemente por encima de las pobres previsiones gubernamentales, porque solo con ellas sacaremos la tasa de paro de un 14%, solo con ellas llegaremos al equilibrio presupuestario al que se renuncia ahora sin explicación, y solo con ellas será posible reducir la deuda pública al 89% previsto para esta legislatura.
El último trimestre de 2019 registró cierto repunte en el crecimiento de la actividad, con reflejo cuantitativo incluso en el empleo; pero el balance del año, pese a arrojar un crecimiento del 2%, empieza a generar razonables dudas sobre el porvenir, que el propio Gobierno recoge en unas previsiones de crecimiento más pobres para toda la legislatura. En las últimas semanas se han conocido desempeños negativos tras varios años de avance en las ventas de coches, las ventas de casas, el gasto en desempleo, los expedientes de regulación de plantillas, o el propio recurso a los concurso voluntarios de acreedores. Podríamos citar otros tantos que mantienen el tipo con holgura, pero la existencia de señales mixtas es la prueba evidente de dos circunstancias que deben preocupar: o bien estamos ante un cambio de ciclo, que no parece puesto que Europa tiende a la recuperación; o bien ante un agotamiento súbito de las fuerzas que han sostenido el crecimiento en los últimos años.
La excusa que el Gobierno de Rajoy puso desde 2016 a la pasividad reformista en la que se instaló era la falta de apoyo parlamentario suficiente; la que utilizó el Ejecutivo provisional de Sánchez, salido de una moción de censura, fue primero la falta de un Presupuesto que lanzase la recuperación, aunque tal defecto no impidió tomar decisiones de política económica trascendentes, en materia de gasto al menos, y después la supuesta condición inhabilitante de una administración en funciones. Todas estas excusas han perdido la vigencia: hay un Gobierno plenamente operativo, con mayoría parlamentaria, por endeble que sea, y una coalición con vocación de gobernar hasta 2023 y más allá. Ha llegado la hora de pasar de la farragosa literatura de los discursos sobre buenas intenciones a las matemáticas de las crudas decisiones. Pero la primera impresión dejada por los mensajes que la primera responsable de la política económica del Gobierno deslizó ante los inversores internacionales en la city londinense y que ha reiterado en público despierta un entusiasmo limitado. Viene a decir que la mejor prueba de la política a practicar es la ejecutada durante los veinte meses que lleva en el cargo. Tanto como decir que moderación fiscal para amansar a los financiadores y subida de los costes laborales para dar gusto a los socios políticos y sindicales, pero con pasividad reformista y exprimiendo la inercia hasta que dure como único argumento para excitar la actividad económica. Algo no muy diferente de lo que practicó Solbes en 2004 cuando se encontró que la economía iba como una moto: mantenerlo todo, pero renegando.
Reflejo fiel de estas intenciones son las previsiones macroeconómicas aprobadas por el Consejo el martes pasado, que adivinan un crecimiento del PIB que oscilará entre el 1,5% y el 1,7% durante los cuatro años de la legislatura, con una corrección acorde en la generación de empleo que deja la tasa de paro al final del periodo casi como está, y que envía a mejor vida al equilibrio presupuestario. Un cuadro sin riesgo alguno, sin alarde alguno ni siquiera en gasto, acomodaticia a las circunstancias, como si los gobiernos, con un presupuesto que ronda la mitad del PIB y una capacidad normativa de primer orden, carecieran de capacidad de maniobra. España necesita crecer bastante más.
Cuando el encefalograma de la economía se aplana, cuando la prima de crecimiento estimada se acerca a cero, la economía necesita adrenalina, impulsos que la devuelvan a desempeños que absorban las desigualdades con los socios. No se trata necesariamente de estímulos económicos, que bienvenidos sean si son inversión y no subsidios. Se trata de cambios normativos que no cuestan nada, aunque generen incomodidades a los instalados en el confort, y que reactivan la oferta y la demanda de bienes y servicios, en el mercado interno y en el externo.
El crecimiento no vendrá solo de la demanda exterior, que debe ser mejorada con más competitividad vía calidad, precios, costes y avances del tamaño de unas empreas vendedoras que conlleva sinergias adicionales. Vendrá también del interior con un mercado de trabajo que determine salarios de forma asimétrica para que suban donde la productividad lo permita y no con medidas artificiosas que drestruyen empleo o lo envían a la economía sumergida; con una intensificación tecnológica y formativa que eleve las competencias de trabajadores y empresas privadas y ajuste el tamaño de la función pública a las justas necesidades del país, y que crezca solo en educación, sanidad y dependencia, que precisan de refuerzo; con una reforma integral del sistema de pensiones que devuelva certidumbre y confianza a quienes cada vez con más intensidad se preguntan si tendrán retiro y cómo será; con vigilancia de la competencia y ajustes claros en los mercados de prestación de servicios privados (energía, telefonía, agua, etc.) para que los costes para el cliente se ajusten a lo común en los mercados europeos.
La agenda reformista expuesta hasta ahora por el equipo de Sánchez se centra en combatir el cambio climático, bandera inexcusable que ondeará toda la legislatura. Pero más pronto que tarde debería aclarar cuál es el destino de la normativa laboral, y sobre la que se han hecho muchas apuestas contundentes en un sentido y su contrario, y los empresarios necesitan saber a qué atenerse. Los mensajes de Nadia Calviño, tratando de superar la cacofonía con sus socios de Trabajo, apuntan a que no habrá regresiones capitales sobre los cambios que hace ocho años movilizaron el empleo con un abaratamiento de casi todos sus costes; limita los ajustes a las cuestiones más lesivas de la reforma Báñez, pero es hora ya, tras veinte meses oyendo el estribillo de la copla, de saber qué es realmente lesivo y sacarlo de la norma.
Si la reforma de 2012 fue impuesta, la que se aplique ahora debe ser negociada, algo que va de suyo en un Gobierno que presume del diálogo como su primer atributo. El primer ensayo, relativo al salario mínimo, ha sido un regalo tan inesperado como inexplicable del sindicato de empresarios; pero no habrá más: si el Gobierno y los sindicatos quieren un acuerdo, y quieren que alcance a los salarios de los próximos años, y que se prolongue a una reforma integral del Estatuto de los Trabajadores, deberá tener el equilibrio que le ha faltado a la explosión impuesta del SMI y las cotizaciones los dos últimos años. Si no hubiere tal acuerdo, fundamental para apuntalar un crecimiento tan lánguido como el que recoge el cuadro macroeconómico, mejor dajar las cosas como están para evitar una conflictividad que solo puede añadir riesgo.
El crecimiento diferencial esperado es tan estrecho, (estamos hablando de entre una y tres décimas en el trecho de la legislatura) que cualquier meneo internacional de carácter financiero lo engulle en un simple trimestre, iniciando una espiral de daños colaterales para todas las variables, pero sobre todo para el gasto público, el déficit y la deuda. Solo por ello es necesario recuperar el de los últimos años para disponer de un margen de seguridad en caso de que por acontecimiento externo, vengan mal dadas.
Economía ha tenido la virtud de ajustar a la baja el crecimiento del empleo en la medida que ha moderado el de la actividad, y da ya por buenos avances del 1,4% medido en términos de empleo equivalente a tiempo completo: menos de 300.000 ocupados. La señal enviada por la afiliación a la Seguridad Social en enero es clara, con un avance por debajo del 2% por vez primera en muchos años, y con un descenso del paro de solo unos pocos miles de personas en los últimos doce meses, mientras que hasta ahora las contracciones del paro eran siempre de centenares de miles. La propia EPA de Estadística ha revelado que en dos de los cuatro trimestres del pasado año el desempleo subió en tasas desestacionalizadas, algo que no ocurría desde 2013.
Con las proyecciones del Gobierno se creará empleo, aunque poco y ya veremos de qué calidad. Pero se antoja complicado que no crezca también el paro si el número de activos mantiene la tendencia actual, lo que supondrá cronificar entorno al 14% la tasa de desempleados. Pero más complicado será reducir el déficit y mucho más aún bajar los niveles de deuda pública, la variable que da y quita crédito ahí fuera.